La diosa Vesta, protectora de Roma, tenía en su templo unas sacerdotisas llamadas extrañamente Vestales, quienes debían encargarse, como único trabajo, de mantener encendida la llama del fuego dentro del templo. Nada más. Lo contradictorio de este asunto es que tenían que ser vírgenes y mantenerse así mientras estuviesen desempeñando sus labores vestiálicas.
Para que una candidata pudiese ser elegida por el pontífice máximo, debía cumplir tres condiciones: ser hija de nobles patricios, bella y virgen. Por eso, era escogida a muy tierna edad, esperando que se mantuvieran las dos últimas y que no se fuera a torcer por el camino a la adolescencia por culpa del acné y los cambios hormonales, pues dejaría de estar en condiciones estéticas para ejercer el cargo.
Una vez elegida, la chicuela era separada de su familia, se le enclaustraba en el templo y durante los primeros diez años de servicio se le enseñaba a mantener viva la llama del fuego sagrado, que no podía extinguirse so pena de recibir un castigo ejemplar. No se alcanza uno a imaginar que se requieran diez años para enseñarle a alguien a mantener una llama encendida, a menos que una condición no especificada para ser vestal era también ser bestial y cerrada de entendederas. Sin embargo, considerando que esta no parecía ser una característica de tan nobles doncellas, lo que se deduce es que se gastaban todo ese tiempo enseñándole como mantener vivo el fuego exterior y apagado el interior.
Una vez estaba ducha en estas lides, los siguientes diez años eran de desempeño profesional como calentadora experta, fogonera o mejor, calientahogar, que finalmente era lo que hacía. Tan bien entrenadas estaban estas jóvenes que andaban en su templo cubiertas sólo por blancos velos inmaculados, sin ropa interior, seguramente para que pudieran soportar el calor externo proveniente del hogar que tenían que mantener vivo y sofocar el calor interno que debían mantener muerto.
Para Roma era fundamental que la diosa se sintiese adorada mediante el fuego eterno, pues así se garantizaba que ella protegiese a la ciudad. Si la bella celacha se dormía o dejaba entrar al sereno y el fuego se extinguía, la azotaban con látigo de cuero, para que de esta manera expiara su culpa por dejar en peligro a la ciudad.
Pero si sucumbía a las tentaciones mundanas, dejaba entrar algún sereno y su fuego interior se le avivaba, perdiendo así su condición de virgen, entonces su castigo era ser enterrada viva otra vez, pero en este caso sin ningún placer.
La joven infractora era sustituida por una nueva y el fuego era encendido otra vez, porque en aquel entonces no se tenía noticia alguna de la vaginotilapia. Sigue siendo un misterio el porqué de la condición de virginalidad, como lo indagamos en el capítulo de las usaqueneadas.
La moraleja de esta ardorosa historia parece ser que quien juega con candela por lo general termina quemado, aunque paradójicamente, estas bellas y angelicales vírgenes se esforzaban en mantener la llama viva sin dejarse quemar y si terminaban chamuscadas era porque las habían enterrado vivas y entonces las enterraban vivas.