22 de junio de 2018

Reversazo genital

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De la misoginia a la doble androfilia

Yo fui Ramiro y también Ramira. Después me convertí en Diana. Pero ahora soy otro: yo soy Diano.

Desde chiquito sentí que el chiquito era lo mío. Me enamoraban las muñecas y jugaba con ellas todo el tiempo, inclusive con las mías. Me seducía todo lo de las niñas, como ponerse adornitos, pintarse las uñas y jugar a maquillarse. Los colores pastel y el pastel de cualquier color me atraían como el queso al ratón y en vez de ir al parque a pasear al perro me tiraba sobre el césped y él me lamía.

Mis papás se inquietaron cuando les dije que me parecían muy bruscos los juegos de los niños e intentaron por varios métodos “enderezarme”, según decían ellos: me pusieron en un colegio solo para varones, donde pasé momentos maravillosos, pues casi todos me gustaban. Ingresé a una escuela de fútbol y allí me alineé de portero para vivir la emoción de que todo el tiempo me metieran goles. De las clases de natación, qué pesar, me retiraron a los dos meses, que porque yo a cada rato me hacía el ahogado para que el profesor me frotara el pecho y me resucitara con su respiración boca a boca. Finalmente me llevaron a un internado militar donde pasé una de mis épocas más felices, hasta el punto que mis compañeros me bautizaron “Mameluco” y muchos lloraron cuando partí.

Mis progenitores que, dicho sea de paso, siempre se acomodaron a mis gustos (aunque no sé si consciente o inconscientemente), decidieron llevarme al seminario y encomendarme a las manos del señor y los brazos del monseñor y así descubrí la elevación, el cielo, el paraíso y al propio altísimo.

Dejé el hábito cuando me di cuenta de que eso no era lo mío y salí de allí decidido a asumir mi verdadera vocación. Me metí a un spa de gran renombre donde fui escalando posiciones hasta llegarle al dueño y logré formalizar con él una relación que ya venía de atrás.

Gracias a su generosidad, mi compañero, ya bien estable, me apoyó y decidió financiar mi operación y todo lo concerniente a los trámites necesarios para llevar a cabo mi sueño: cambiarme de sexo y asumir por fin mi rol en este mundo.

Pero, una vez que logré mi cometido, empezó mi calvario, solo por ser mujer. Lo primero que ocurrió fue que me bajaron el sueldo, dizque porque mi trabajo ya no era igual y que yo amanecía muy rara cada 15 días.

La entrada al baño se convirtió en sufrir unas enormes filas y demorarse allá adentro una eternidad. Pero lo peor era tener que aguantar la envidia con la que me miraban mis nuevas congéneres (la operación fue un éxito, hay que decirlo) y, además, saber que en cada ocasión que tenían hablaban mal de mí, a mis espaldas.

Más de la mitad de lo que me entraba tenía que metérselo al mantenimiento de mi figura: gimnasio, maquillaje, mascarillas, peluquería y uñas (y eso que me hacían descuento por ser de la casa), dietas, blanqueamientos, control de arrugas y lifting y lo necesario para resaltar el volumen de las pestañas, el poblado de las cejas, el contorno de los labios, el diseño de la sonrisa, la firmeza de los senos y de las nalgas, las curvas de la cintura, etc. Pero, a pesar de las altas dosis de hormonas que me aplicaba a diario, seguían brotando pelos por doquier, con lo cual sufría mucho, además de la tortura permanente de las depilaciones y de la insoportable picazón, cuando los benditos pelos volvían a salir.

Y me veía a gatas para conseguir lo que necesitaba para ropa, zapatos, bolsos, medias veladas, accesorios, chales, abrigos, una que otra joyita, los infaltables anillos (mi debilidad por los aros sigue intacta), candongas, dijes, etc., aunque eso sí, los regalitos que me hacían ciertos clientes me ayudaban mucho. Afortunadamente “él” se hacía cargo de todo lo de mi manutención, vivienda, alimentación, saliditas cada semana, paseos ocasionales y de todo eso.

Lo peor fue lo que empezó a pasarme con los hombres, que ya no eran conmigo como antes, sino bruscos, atrevidos y groseros y me decían cosas horribles en la calle. Empecé a sentirme acosada y temí ser víctima de un feminicidio, tan de moda en estos tiempos.

Y, lo que hizo desesperante mi situación, fue el hecho de perder el favor de mi parejo, quien pasó de mecenas a medejas, dizque porque yo ya no era el hombre de quien él se había enamorado. Decidí entonces reversar el proceso: dejar de ser mujer y volver a ese cuerpo al que había renunciado.

Consulté a un montón de especialistas, pero todos coincidieron, al igual de lo que me pasó con mis padres cuando era niño, en que era inútil pensar en echar eso para atrás. Al final, terminaban elogiándome, alabando todo lo que me habían hecho antes y proponiéndome salir con ellos para que aprendiera a disfrutar esos bellos atributos (no sé si hablaban de los suyos o de los míos).

Yo me obstiné en operarme. Ya no quería seguir así por nada del mundo, pues veía más desventajas en mi condición de mujer que en la que tenía antes y cada vez me costaba más dinero y esfuerzo mantener levantado lo que como hombre no me costaba nada. Hasta que un amigo me recomendó a un afamado proctólogo (creí que se llamaba así por lo de las prótesis). Encontré en ese especialista a alguien que por fin entendió mi situación y que con gran ternura y dedicación dispuso todo lo necesario para reparar mis males.

Nuestra relación se fue haciendo más y más personal, hasta llegar a una compenetración total. Eso sí, desde el primer momento fue muy claro conmigo: jamás volvería a ser el mismo de antes. Hicimos un viaje inolvidable a EEUU donde me interné en una clínica de proctología, la más famosa del mundo, durante casi dos meses. Allí, las manos de los mejores entendidos en el tema, me brindaron el remedio a mis angustias y recobré con creces mi autoestima del pasado.

La intervención de esos científicos me convirtió en un nuevo ser, con el doble de virtudes y valores que antes de mi cirugía inicial. Gracias a sus buenos oficios no solo dejé de ser mujer, sino que soy más que un hombre y puedo ofrecer y recibir satisfacción por duplicado. Ahora soy Diano: tengo dos de lo que disfrutaba antes, pero sin esa odiosa condición de mujer. Y tengo la mayor dicha que pudiera soñar alguien como yo. Hoy me siento más feliz que nunca de ser un hombre y de ser más completo que cualquier hombre.

NOTA: Esta historia fue tomada de un folleto que aparece en la sala de espera de un prestigioso centro de proctología y cirugía plástica, donde al parecer no han sido notificados de que ahora, gracias a una reciente ley, el cambio de sexo se puede realizar en una notaría.


1 comentários:

  • 28 de septiembre de 2019, 9:48 a.m.
    Rudolf says:

    Como tus otras historias amigo llenas de ficción,pues siempre te gustaron las nenas. no sé si los años que deje de verlo cambiaron sus gustos...jajaja

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