Qué dolorosa eternidad
Pero cuando Dante escribió la historia de Francesca y Paolo le enseñó
a la especie humana cuál es el punto más alto en la escala del castigo, que
además es reservado para los lujuriosos: la peor condena es tener que hacerlo
con la misma todo el tiempo, hasta hacerlo parecer una eternidad.
Palabras más, palabras menos, lo que sucedió, en términos actuales,
fue lo siguiente:
Francesca era una niña de lo más bien, con títulos nobiliarios,
castillo, servidumbre y todo lo que se estilaba entonces para la alta nobleza.
Su papá, todo un príncipe, negoció como era la costumbre su desposamiento por meras
razones económicas.
Para desgracia de ella, el beneficiario resultó ser más feo que un
bus por debajo, jorobado, contrahecho y amargado, encima. Cómo sería de feo el
hombre que, llegada la hora, el padre de la novia exigió que a la ceremonia se
presentase, no el novio, sino Paolo, su hermano menor, quien no debía ser
ninguna maravilla, pero de seguro cualquier cosa era mejor que el torcido. La
idea era que Pachita al ver a su cuñado se imaginara que su real cónyuge no
estaría tan mal y aceptara la boda sin reparos, aunque en esa época los reparos
no eran tenidos en cuenta, menos cuando eran femeninos. Era más bien para que
no mostrara cara de cólico el día de su boda y que dejara así hasta cuando ya
no hubiera nada más que hacer.
Cuando la doncella se encontró lo que no se
esperaba, aguantó, se resignó y superó como pudo el trauma, pero a la primera
oportunidad echó mano de lo primero conocido que tuvo cerquita: su cuñado. Fue
entonces cuando se acuñó la frase esa de que no hay cuña que más apriete,
porque en cuanto rato libre tenían, ella y su cuñis se escapaban y se escondían
a apretujarse y, entre apretones, desahogar sus ahogos, sus deseos y sus
frustraciones a espaldas del jorobado. Se lanzaron sin paracaídas, se avinieron
a tirarse sin miramientos. Ese fue su pecado y eso les trajo su condena.
Pues, como no hay nada oculto bajo el sol, los amantes, presos de su
lujuria fueron atrapados con las manos en la masa, literalmente hablando y ahí
mismo, en un señorial motel, se vieron ensartados el uno al otro, pero esta vez
por la tremenda espada del marido cachón, quien, por cierto, estaba de muy mal
genio.
En esa época medieval el adulterio era castigado con la muerte, de
manera que el principesco esposo no fue juzgado ni enjuiciado (solo
pobretiado). En cambio, los furtivos amantes fueron sometidos a la peor
condena, que fue la de tener que pasar toda la eternidad atendiendo sus
amatorias labores tres veces al día sin ningún tipo de ayuda: sin afrodisiacos,
películas, juguetes ni nada parecido. ¡A palo seco!
Bueno, en este mismo momento aún deben seguir en esas y, no nos
digamos mentiras, por más pasión que se inspiren entre sí, pues todos los días,
todas esas comidas, desayuno, almuerzo y cena, pasando al tablero a dar la
lección, eso termina por aburrir a cualquiera. Por supuesto, andan en pelota
todo el día y frases como: “Adivina qué cucos me puse, ¿Qué vas a hacer más
tarde?, ¿Qué quieres hacer en tu cumpleaños?” y otras similares, que en
condiciones normales sonarían muy coquetonas, ya no tienen sentido ni
significado alguno.
Es más, de seguro ya han agotado todo el contenido del Kama Sutra,
el Kama Suya y el Hamaca Sutra y
los pueden recitar de memoria. Ya se habrán contado el uno al otro cada lunar
del cuerpo y hasta tendrán inventariados todos los vellos de su contraparte. Es
muy probable que a estas alturas ya no se digan cosas, ni limpias ni sucias y
que ni siquiera se hablen, sino que todo proceda con una mirada que indica
“venga a ver” o “dele pues” o “venga se está acá”.
Hoy por hoy no habrá manera de saber quién y cuándo finge o si el
uno está pensando en el otro o más bien en otro, como seguramente les debe
ocurrir, para castigo suyo, a Paolo soñando con esos años mozos cuando
correteaba doncellas por los jardines palaciegos y a Francesca añorando las
escasas y turbulentas noches en las que fue feliz con su torcidito tortolito
que, después de todo, tenía lo suyo.