2 de agosto de 2019

Paolo e Francesca

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Qué dolorosa eternidad

En la historia se han descrito castigos de todo tipo. Desde los más leves y llevaderos hasta los más severos. Pero cuando a un castigo se le dice divino se evidencia el sadomasoquismo que caracteriza a la especie humana. Muchos podrían creer que el peor castigo sería la disyunción eréctil total y permanente. Pues no: apareció Príapo con su templada de carpa constante y mostró que más terrible que la carencia de paradas es la de agachadas.

Pero cuando Dante escribió la historia de Francesca y Paolo le enseñó a la especie humana cuál es el punto más alto en la escala del castigo, que además es reservado para los lujuriosos: la peor condena es tener que hacerlo con la misma todo el tiempo, hasta hacerlo parecer una eternidad.

Palabras más, palabras menos, lo que sucedió, en términos actuales, fue lo siguiente:

Francesca era una niña de lo más bien, con títulos nobiliarios, castillo, servidumbre y todo lo que se estilaba entonces para la alta nobleza. Su papá, todo un príncipe, negoció como era la costumbre su desposamiento por meras razones económicas.

Para desgracia de ella, el beneficiario resultó ser más feo que un bus por debajo, jorobado, contrahecho y amargado, encima. Cómo sería de feo el hombre que, llegada la hora, el padre de la novia exigió que a la ceremonia se presentase, no el novio, sino Paolo, su hermano menor, quien no debía ser ninguna maravilla, pero de seguro cualquier cosa era mejor que el torcido. La idea era que Pachita al ver a su cuñado se imaginara que su real cónyuge no estaría tan mal y aceptara la boda sin reparos, aunque en esa época los reparos no eran tenidos en cuenta, menos cuando eran femeninos. Era más bien para que no mostrara cara de cólico el día de su boda y que dejara así hasta cuando ya no hubiera nada más que hacer.

Cuando la doncella se encontró lo que no se esperaba, aguantó, se resignó y superó como pudo el trauma, pero a la primera oportunidad echó mano de lo primero conocido que tuvo cerquita: su cuñado. Fue entonces cuando se acuñó la frase esa de que no hay cuña que más apriete, porque en cuanto rato libre tenían, ella y su cuñis se escapaban y se escondían a apretujarse y, entre apretones, desahogar sus ahogos, sus deseos y sus frustraciones a espaldas del jorobado. Se lanzaron sin paracaídas, se avinieron a tirarse sin miramientos. Ese fue su pecado y eso les trajo su condena.

Pues, como no hay nada oculto bajo el sol, los amantes, presos de su lujuria fueron atrapados con las manos en la masa, literalmente hablando y ahí mismo, en un señorial motel, se vieron ensartados el uno al otro, pero esta vez por la tremenda espada del marido cachón, quien, por cierto, estaba de muy mal genio.

En esa época medieval el adulterio era castigado con la muerte, de manera que el principesco esposo no fue juzgado ni enjuiciado (solo pobretiado). En cambio, los furtivos amantes fueron sometidos a la peor condena, que fue la de tener que pasar toda la eternidad atendiendo sus amatorias labores tres veces al día sin ningún tipo de ayuda: sin afrodisiacos, películas, juguetes ni nada parecido. ¡A palo seco!

Bueno, en este mismo momento aún deben seguir en esas y, no nos digamos mentiras, por más pasión que se inspiren entre sí, pues todos los días, todas esas comidas, desayuno, almuerzo y cena, pasando al tablero a dar la lección, eso termina por aburrir a cualquiera. Por supuesto, andan en pelota todo el día y frases como: “Adivina qué cucos me puse, ¿Qué vas a hacer más tarde?, ¿Qué quieres hacer en tu cumpleaños?” y otras similares, que en condiciones normales sonarían muy coquetonas, ya no tienen sentido ni significado alguno.

Es más, de seguro ya han agotado todo el contenido del Kama Sutra, el Kama Suya y el Hamaca Sutra y los pueden recitar de memoria. Ya se habrán contado el uno al otro cada lunar del cuerpo y hasta tendrán inventariados todos los vellos de su contraparte. Es muy probable que a estas alturas ya no se digan cosas, ni limpias ni sucias y que ni siquiera se hablen, sino que todo proceda con una mirada que indica “venga a ver” o “dele pues” o “venga se está acá”.

Hoy por hoy no habrá manera de saber quién y cuándo finge o si el uno está pensando en el otro o más bien en otro, como seguramente les debe ocurrir, para castigo suyo, a Paolo soñando con esos años mozos cuando correteaba doncellas por los jardines palaciegos y a Francesca añorando las escasas y turbulentas noches en las que fue feliz con su torcidito tortolito que, después de todo, tenía lo suyo.

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