17 de abril de 2020

Pechocho, el egipcio

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Mugre que no mata, emboba


Pet Shochus fue el nombre que le dieron los egipcios al cocodrilo, animal que abundaba en las riberas del río Nilo y que, según ellos, era la personificación terrenal de Sobek, el dios de la fertilidad. Afirmaban que el río se formó con el sudor de dicha bestia (el lagarto), pero la apariencia y el penetrante olor particular de sus aguas turbias, hacen suponer que otros líquidos fisiológicos del monstruo intervinieron también en ese milagro.

Como solía ocurrir en las culturas antiguas y continúa sucediendo en las modernas, ante la falta de explicación para un fenómeno (véase La Valkiria) o el temor a la ira de un feroz habitante del vecindario, lo mejor es venerarlo. Uno, para no exponerse a desatar su ira y dos, para que si se le desata, la emprenda con otro y deje en paz a quienes él considera sus fieles seguidores.

Pues bien, así se comportaban los egipcios con su Pet Shochus, al cual le hicieron varios templos a lo largo del río y hasta una ciudad, Petshochópolis, que se traduce del griego como La ciudad del cocodrilo. En esta y en cada una de las ciudades consagradas al dios, había un templo donde habitaba un enorme cocodrilo que era alimentado con carne, leche, vísceras, velos, sandalias, túnicas y en general todo lo que llevara consigo la dulce esclava virgen seleccionada para ofrecerle al reptil un pedazo de carne en un platón y que terminaba siendo el alimento preferido de la bestia.

Una vez que se saciaba, gracias a la doncella y sus delicias, la ahora dócil lagartija era adornada por los sacerdotes, de forma segura, con aretes, collares y brazaletes de oro, diademas de plata incrustadas con diversas piedras preciosas, finas túnicas de seda bordadas en oro y plata y hasta babuchas de suave pelaje, con las cuales el animal caminaba sigiloso por los pasillos del palacio y, desde una plaza construida especialmente para él, despachaba atendiendo los ritos y los ruegos de los lugareños, sus vasallos, que se podían resumir en una sencilla oración: “Gracias por no comerme a mí”.

Tantos mimos servían para que la salvaje fiera terminara convertida, temporalmente, en una mansa mascota, de lo cual nació el mito de “barriga llena, corazón contento”: Sus adoradores podían entonces humectarle el lomo con delicados ungüentos, masajearle el vientre con aceites aromáticos, suavizarle las patitas con apósitos de algodón empapados en cremas y perfumes y hasta asear sus afilados dientes con esponjas y jabones. Este ritual era dirigido por un séquito de sacerdotes y llevado a cabo, usualmente, por los almuerzos de los días subsiguientes, quienes muy atentas y diligentes realizaban sus tareas con amor y entusiasmo, ya que estaban convencidas de que ser comidas por un pechocho les iba a dar felicidad eterna. Todavía hay muchas que lo creen.

En diversas exploraciones arqueológicas se ha encontrado la evidencia de su cuerpo embalsamado y adornado magníficamente e incluso en muchos lugares todavía lo tienen enterrado. Para efectos de los registros históricos, se le solía representar en los jeroglíficos como una figura humana con cabeza de cocodrilo, de donde se infiere que la voracidad por las doncellas está principalmente en la mente de ciertas bestias insaciables.

Hasta nuestros días ha llegado la leyenda de la fiera salvaje, tanto acuática como terrestre, dura y terrible, que devora todo aquello a lo que le pueda echar muela, terrorífica al principio pero que una vez que ha saciado sus apetitos, se vuelve tierna y juguetona, todo lo cual la hace digna de admiración, temor y respeto y ante la cual las doncellas que devora a diestra y siniestra se rinden encantadas. La bestia sigue viva.


1 comentários:

  • 18 de abril de 2020, 12:08 p.m.
    Rudolf says:

    La bestia a la que se refiere el amigo está en su mente y entre sus piernas..y ahora anda mansa por falta de doncella y porque perdió el poder con los años..😁

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