Mugre que no mata, emboba
Pet Shochus fue el nombre que le dieron los egipcios al cocodrilo, animal que abundaba en las riberas del río Nilo y que, según ellos, era la personificación terrenal de Sobek, el dios de la fertilidad. Afirmaban que el río se formó con el sudor de dicha bestia (el lagarto), pero la apariencia y el penetrante olor particular de sus aguas turbias, hacen suponer que otros líquidos fisiológicos del monstruo intervinieron también en ese milagro.
Como solía ocurrir en las culturas antiguas y continúa sucediendo en las modernas, ante la falta de explicación para un fenómeno (véase La Valkiria) o el temor a la ira de un feroz habitante del vecindario, lo mejor es venerarlo. Uno, para no exponerse a desatar su ira y dos, para que si se le desata, la emprenda con otro y deje en paz a quienes él considera sus fieles seguidores.
Pues bien, así se comportaban los egipcios con su Pet Shochus, al cual le hicieron varios templos a lo largo del río y hasta una ciudad, Petshochópolis, que se traduce del griego como La ciudad del cocodrilo. En esta y en cada una de las ciudades consagradas al dios, había un templo donde habitaba un enorme cocodrilo que era alimentado con carne, leche, vísceras, velos, sandalias, túnicas y en general todo lo que llevara consigo la dulce esclava virgen seleccionada para ofrecerle al reptil un pedazo de carne en un platón y que terminaba siendo el alimento preferido de la bestia.
Una vez que se saciaba, gracias a la doncella y sus delicias, la ahora dócil lagartija era adornada por los sacerdotes, de forma segura, con aretes, collares y brazaletes de oro, diademas de plata incrustadas con diversas piedras preciosas, finas túnicas de seda bordadas en oro y plata y hasta babuchas de suave pelaje, con las cuales el animal caminaba sigiloso por los pasillos del palacio y, desde una plaza construida especialmente para él, despachaba atendiendo los ritos y los ruegos de los lugareños, sus vasallos, que se podían resumir en una sencilla oración: “Gracias por no comerme a mí”.
Tantos mimos servían para que la salvaje fiera terminara convertida, temporalmente, en una mansa mascota, de lo cual nació el mito de “barriga llena, corazón contento”: Sus adoradores podían entonces humectarle el lomo con delicados ungüentos, masajearle el vientre con aceites aromáticos, suavizarle las patitas con apósitos de algodón empapados en cremas y perfumes y hasta asear sus afilados dientes con esponjas y jabones. Este ritual era dirigido por un séquito de sacerdotes y llevado a cabo, usualmente, por los almuerzos de los días subsiguientes, quienes muy atentas y diligentes realizaban sus tareas con amor y entusiasmo, ya que estaban convencidas de que ser comidas por un pechocho les iba a dar felicidad eterna. Todavía hay muchas que lo creen.
Hasta nuestros días ha llegado la leyenda de la fiera salvaje, tanto acuática como terrestre, dura y terrible, que devora todo aquello a lo que le pueda echar muela, terrorífica al principio pero que una vez que ha saciado sus apetitos, se vuelve tierna y juguetona, todo lo cual la hace digna de admiración, temor y respeto y ante la cual las doncellas que devora a diestra y siniestra se rinden encantadas. La bestia sigue viva.
La bestia a la que se refiere el amigo está en su mente y entre sus piernas..y ahora anda mansa por falta de doncella y porque perdió el poder con los años..😁