La empanada fue pa nada
La empanada es el bocado favorito de los callejeros y, como amantes de ella, nos dimos a la tarea de buscar el santo grial de la empanada, según las crónicas de Internautas y empanadófagos, lanzando a la aventura a dos avezados caballeros, como en tantas investigaciones de campo que ha realizado Pídase la otra. He aquí su increíble crónica.
Encontráronse los hidalgos en una humilde
posada desde donde iniciaron su gloriosa gesta buscando la ingesta de la mejor
empanada que pudiesen hallar en tan gran poblado.
Se embarcaron después en una roja oruga, denominada
"Metro provisional", para devorar la distancia a la que se encontraba
su primera parada: la “Empanada del mono” y arribaron a la fabulosa Villa del Prado,
pintoresca zona adornada por múltiples peluquerías, panaderías, cigarrerías y
otros típicos emprendimientos que colman sus calles.
Una vez arribados, estudiaron el lugar y ordenaron
las alargadas viandas. Encontraron que El Mono tiene un proceso de empanado con
personal debidamente uniformado, capacitado y malgeniado, pero descubrieron
que, lo que si le hace falta con urgencia a tal mesonero es un buen decorador
de interiores, tanto para el local como para sus empleadas. Pero ella, la esperada,
la también demorada, ¡sí estuvo fantástica!, con una perfecta combinación de
crocancia y sabores, matizados por un guacamole cremoso y balanceado, aunque el
ají aguantaria más picante.
Partieron entonces los aventureros en rojo
corcel hasta otro Prado más Veraniego al encuentro del enmaizado producto de un
caballero conocido como El Paisa, ya no tan mono, pero igual de afamado. Para
su sorpresa encontraron que, el tal paisa, no existía, solo era un fantasma, como
tantos engendros engañosos de Internet.
Hambrientos y desilusionados emprendieron
de nuevo su periplo con destino a ciertos Troncos de pipián, ubicados en bello
paraje, en medio del Country. Hallaron finos y caros, pero diminutos bocados,
que apenas lograron excitar sus sensaciones palatales. La grasa y el rancio
olorcillo del supuesto manjar, solo llenaron de inmensa tristeza su tesón
aventurero.
Una vez más, más hambrientos que antes, se
desparcharon, con la ilusión intacta, hacia una delicia prometida: una valluna
de primera que habita en Pasadena. Por fin el destino les mostró un rostro
amable y pudieron desfogarse con la chica y saborear sus carnes, con piel y
masa incluidas. Consumidos por la ansiedad le hicieron redoblón y, ya saciados,
reiniciaron viaje en el rojo corcel, en busca de la Tolimense.
La tal tolimense fue de nuevo una vana
ilusión. Corrieron de acá para allá, en un delirante chapinerazo, de un sitio a
otro de los que la nube anunciaba, sin hallar un solo lugar donde comérsela
como soñaban. La Tolimense murió, se evaporó, no existía. La tan reputada,
resultó tal cual.
El chapinerazo no podía ser en vano, así
que corrieron presurosos en busca de la última, la más apetecida y la que según
varios cuenteros, está catalogada como la mejor de la ciudad. Margarita de
Lourdes fue encontrada con sus puertas abiertas de par en par, pero solamente
para hacerles fieros y vaciarles sus ya exiguas bolsas, pues resultó ser la
menos atractiva de las vistas, tanteadas y tan ansiosamente comidas. Solo resultó
ser la más costosa y, después de probarla, la menos agraciada (vale decir, la
más desgraciada).
Luego de tan azaroso viaje, nuestros nobles hidalgos, al calor de una humeante taza de café, concluyeron que una empanada es un bocado digno sólo de hambres pasajeras y encontraron que lo mejor de su aventura fue haber ingerido las tan gratas cervezas compañeras de ellas, las pobres y escasas empanadas.
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