Un amigo de Cúcuta que tuvo oportunidad de viajar a Japón vino muy cariacontecido a contarnos una triste experiencia que vivió allí. Un detalle curioso de su aventura es que sufrió mucho por la cola, pero no en un famoso hotel, en un museo samurái o un célebre monumento ni en la exótica mansión de un miembro de la Yakuza, sino en cualquier esquina de Tokio, donde un afán lo obligó a utilizar un baño público y se encontró con una cola bastante larga. Así nos lo contó:
Tokio es una ciudad muy limpia, a pesar de que no se ve una sola caneca en las calles. Por supuesto, el baño lucía como si yo lo estuviera estrenando, pero me sorprendió que allí tampoco había caneca ni papelera. Lo malo, es que me di cuenta de eso cuando ya tenía en la mano el clin usado y no encontré dónde depositarlo (es que, valga la cuña, después del episodio que me pasó con DEFCON UNO, siempre llevo conmigo un paquetico de clines y un folleto publicitario).
Me levanté y giré para arrojar el papel sucio a la taza, pero me encontré con la sorpresa de que no existía el pocito de agua al que uno está acostumbrado y que, qué desagradable, a las secas paredes del inodoro se había adherido el motivo de mis afanes. Imaginé que un ultra potente sistema de aspiración arrasaría con cualquier vestigio de ese excedente corporal y del clin (incluso, alejé la cabeza, no fuera que también me la succionara).
Pero ¡otra sorpresa! no había un botón para activar el flujo del agua, sino diez, todos igualitos y junto a cada uno un pequeño letrero en japonés, que seguramente indicaba para qué servía. Decidí entonces recurrir al infalible método de ensayo y error para averiguar cómo producir la anhelada descarga.
Al presionar el primer botón, se produjo una especie de rocío desde varios lados del inodoro. Repetí la acción y eso produjo un aumento del flujo. A la tercera, no fue la vencida sino la retirada, pues el caudal era realmente fuerte y todo ese barro amenazaba con desbordar la taza.
Con desespero apreté el tercer botón, se oyó un ruido extraño debajo del aparato y empezó a salir vapor, tibio al principio, pero con la tercera pulsación ya era vapor para pelar pollos, lo que me hizo sentir feliz de no seguir sentado en ese taza diabólica en ese momento. Cabe anotar que los otros flujos no se habían detenido.
Fui presa del pánico, cuando se abrió la puerta de repente y al voltear a mirar estaban detrás de mí un empleado uniformado, un policía y unos cuántos curiosos. Solo en ese momento me percaté de que no me había subido los pantalones, que el agua ya se estaba escapando por debajo de la puerta y que de mis pantorrillas hacia abajo estaba embadurnado del barro que se había formado en el piso.
Atiné apenas a cubrirme con los trapos empapados y a gruñir algo sobre el maldito aparato ese. El empleado se tapó nariz y boca con una mano y con la otra accionó un gran botón rojo ubicado en el centro (yo había creído que esa era una alarma) y la taza se descargó en un instante. Salí huyendo despavorido de allí, oliendo a demonios, con la pinta desastrada, el ego a rastras y un color rojo bermellón cundiéndome por toda la cara.