En tiempos antiguos, antes de que se inventaran los derechos humanos, era una práctica común castigar a los pequeños con sanciones menores como un coscorrón o un pellizco. O, en otros casos, no con la mano, sino que, con regla, palo, correa, látigo o lo que se encontrara a la mano, se le daba su buena mano al niño por portarse mal, no hacer caso, mostrarse inmaduro o, incluso, hacer alguna niñería.
Hoy en día, en ciertas sociedades, esta práctica se extiende inclusive a los adultos, que son castigados arrojándoles piedras, encerrándolos, cortándoles algún miembro o desterrándolos y hasta enterrándolos, por faltas a la moral, a las normas religiosas al adecuado comportamiento, en resumen, por portarse mal, no hacer caso, mostrarse inmaduro o, incluso, hacer alguna niñería.
Sin embargo, toda norma tiene su excepción, sobre todo cuando debe aplicársele justamente a quien creó esa norma, caso en el cual se hace necesario incluir unos condicionantes que permitan que ese infractor sea eximido, como aforado, de recibir el mismo castigo que le tocaría a cualquier parroquiano y que, en todo caso, la cosa no sea tan estricta con él. De esta laxitud han nacido legendarias tradiciones como el trabajo comunitario, la casa por cárcel, el pago de fianzas y hasta el destierro en una embajada de un país lejano.
En épocas pretéritas, los astutos reyes europeos, se inventaron el “niño de azote”: un niño, sin rango ni abolengo, de edad similar a la del hijo del rey, destinado a ser su compañerito de juegos. Cuando el noble infante cometía alguna travesura que requería un castigo ejemplarizante, entraba en juego la norma sagrada según la cual no era permitido posar sobre sus reales posaderas mano alguna, así que era el plebeyo chiquilín quien recibía los azotes con los cuales pagaba, a calzón quitao, los errores de su noble amiguito.
Tan genial idea buscaba que el príncipe, al ver el sufrimiento de su compañerito, compartiera su dolor y se abstuviera de volver a cometer cualquier ligereza. El castigado abrigaba siempre la esperanza de que, si se hacía muy amigo del príncipe, éste se condoliera y atenuara el castigo o, al menos, no la volviera a embarrar. Pero, no, la cosa no pasaba de recibir después en su colita sustituta, cual ánodo de sacrificio, el consuelo de unos pañitos de agua tibia con bórax y alentadoras sentencias como “lo vivido nadie me lo quita” y “la tunda pasa y el rabo queda”. Por su parte, el aprendiz de gobernante podía experimentar desde su corta edad que “puñalada en barriga ajena no duele”.
En las sociedades modernas donde la nobleza escasea y los azotes son políticamente incorrectos, prevalece el caso, común en las ciencias cinematográficas, en el cual, si hay escenas de riesgo, se evita que la estrella llegue a lesionarse, maltratarse o (qué horror) morir, mediante la oportuna sustitución del actor principal con un doble desechable. Esto no sucede solo en el cine, sino en otros escenarios y evidencia que bultos hay muchos, pero el talento no se encuentra por ahí, botado.
De algún modo, todos tienen su niño de azote, quien recibe todas las desgracias para que su amiguito pueda dormir en paz y vivir cómodamente. Si se considera que en diversos rincones del mundo hay millones de esclavos que elaboran artículos de toda clase para los de mejor clase, se puede estimar que a cada quien le corresponden como de a tres niños de azote por cabeza.
Sarcástica verdad. Compartiré con su VoBo.
Sarcástica verdad. Compartiré con su VoBo.
Sarcástica verdad. Compartiré con su VoBo.
CRUDO Y CIERTO.
Adelante, por favor