Una de esas cosas que nadie hace por gusto, sino porque la tiene que hacer, es planchar: solo sirve para recordar que hay cosas, esas sí placenteras, que se pueden hacer en posición horizontal. Por eso, cuando la vi por primera vez en la televisión sentí que alguien había escuchado mis súplicas o al menos, mis lamentos.
Sí, parecía que al fin la humanidad había dado el gran paso y que eso de armar una mesa, calentar una resistencia eléctrica con peso adicional y pelear contra la arruga que aparece cada vez que se quita otra, ya era solo historia.
En el anuncio aparece un inepto como yo, enfrentado a una camisa horriblemente arrugada, hecha de ese tipo de tela que ya está arrugada desde antes de hacer la camisa. El hombre la cuelga en un gancho común, en una percha del baño y desliza a Allison lentamente sobre la prenda. Las arrugas desaparecen como por arte de magia y la camisa queda impecable, “Porque lo que plancha es el calor, no la presión. Y Allison, es eso: una plancha de vapor para uso vertical”, dice al fondo una voz emocionada.
“Olvídese de aparatosos montajes” decía la voz en off, al tiempo que se veía a Allison planchar vestidos de seda, pantalones de paño, faldas de mil pliegues, cortinas puestas en su lugar, en fin: ¡la asesina de las arrugas! “Sin mesa, sin trapo, sin almidonar, sin nada: solo Allison y usted. La felicidad en forma de vapor”.
Debí ser el primer comprador de ese día, porque me contestaron rapidísimo. Además me obsequiaron un aditamento para planchar muebles y un adaptador para clavija con polo a tierra; dos increíbles adminículos que me convencieron de que esta gente sabía lo que hacía y tenían todo muy bien pensado. Ahora solo tenía que esperar la llegada de mi Allison, que rogué ansioso se produjese antes de mi viaje a la convención mundial de ventas en Baltimore. Afortunadamente, llegó la víspera.
No puedo
describir la emoción que viví cuando la tuve entre mis manos, fuera de su caja
ni la impaciencia que me asaltó durante las lentas horas de mi viaje al
extranjero, en las que planeé cómo iba a ser nuestra primera vez. ¡Cómo
lamentaba durante el vuelo no haberla llevado en el equipaje de mano! Me
consolaba repitiendo mis explicaciones termodinámicas sobre cómo era su
funcionamiento. A propósito había metido toda mi ropa aturugada en la maleta,
con la intención de que llegara lo más arrugada posible, como en efecto
sucedió.
Llegué
rendido del viaje, así que Allison durmió al pie de mi cama. Al día siguiente
desperté una hora antes de que sonara la alarma y luego de la ducha, me dispuse
a tener mi exótico affaire con ese aparato maravilloso. Ubiqué en el baño la
reluciente camisa blanca que había comprado para mi presentación de ventas,
programada para ese día, conecté a Allison (¡Ah, qué regalo ese adaptador de
corriente!) y tras un par de minutos, ella me dio luz verde.
Vapor sí
hubo y en gran cantidad (me sentía en baño turco) y aunque intenté varias veces
repetir el proceso que había visto en la tele, al cabo de una hora tenía tres
camisas, no solo arrugadas a más no poder, sino también empapadas. Me quedaba
seca solo la que no me servía con corbata y que debía ser la del viaje de
regreso. Me puse esa y salí a buscar a una mucama, porque los de la lavandería
no abrían antes de una hora y se me agotaba el tiempo: en una hora empezaba mi
presentación.
Quince
minutos después, de rodillas junto a la cama, con una maldita plancha común del
hotel, trataba de secar y alisar la camisa blanca y miraba de reojo a Allison,
cada vez que me llamaba con un psssss que me iba enfureciendo más y más.
No hubo
poder humano que lograra la devolución de mi dinero, básicamente porque había
botado la caja y los envoltorios de Allison y porque cada vez que llamaba para
hacer el reclamo, me remitían a su página web, donde una máquina me repetía sin
parar que yo debía estar haciendo algo mal y me enviaba de nuevo el enlace al
comercial de TV.
Allison
murió trágicamente, por impactos repetidos contra el muro de un solar
abandonado. Solo me quedan el mal recuerdo de nuestra fallida relación y un par
de adaptadores inútiles en mi mesa de noche.
Tal cual, tengo una de esas ahí, guardada. Que piedra