Y frito el pollo
Seguramente no es muy factible descubrir a alguien que
sea bueno para todo, pero sí es fácil
encontrarse a cada tiro a un bueno para nada, como en esta historia que nos
contó un amigo de Cúcuta:
El sonido
continuo y repetido que hace una gotera al caer es tan desesperante, que ha
sido utilizado como método de tortura. No es posible descansar ni conciliar el
sueño cuando usted tiene algo que le gotea, porque se siente como si estuviera
con un gota a gota.
En mi
cuarto de baño, cualquiera de estas noches arrancó la ducha (que es de esas
tradicionales y antiguas, con dos pomos plásticos independientes) a
administrarme un tormento con su “ploc, ploc, ploc …” Una gotera. Qué
contrariedad.
Durante
el consecuente desvelo fui armando mi plan para resolver tan irritante
situación. No iba a dejarme arrancar una pequeña fortuna solo por ver a un
plomero cambiar en cinco minutos un simple empaque ni a soportar la humillación
de que me mirara con cierta sorna, al cobrar por su trabajo.
Aunque
no soy nada ducho en reparaciones locativas ni en duchas, hice acopio de valor
y decidí asumir yo mismo la reparación. Hice un inventario del completo arsenal
que poseo en mi caja de herramientas, los guantes industriales y las botas y el
overol de trabajo (la verdad, todo eso sin estrenar) con los cuales puedo
dedicarme a arreglar casi cualquier cosa. Casco no tengo, pero no lo iba a
necesitar.
El
sábado, muy temprano y aprovechando que estaba solo en mi casa (ahora que lo
pienso, siempre me quedo solo cuando anuncio algún arreglo locativo, desde
cambiar un bombillo hasta pegar un cuadro), inicié mi labor. Sería cuestión de
unos minutos. Corté el agua, aflojé con mi destornillador eléctrico de puntas
múltiples el pomo del problema y lo extraje junto con el vástago y el empaque.
Una
hora después, en un enorme almacén repleto de cosas maravillosas, de esas que
uno no conoce y no necesita, logré por fin acorralar a un funcionario de
servicio al cliente (ellos huyen o se ocupan cuando uno se les acerca con cara
de pregunta), para que me indicara cuál era la referencia que yo necesitaba y
pude regresar a mi casa con dos relucientes juegos de repuesto, con los cuales
conservaría la simetría y armonía de la instalación original. Con lo que no contaba
era conque una inesperada muesca no coincidía con la tubería empotrada en la
pared y era imposible lograr la instalación.
Luego
de tres viajes al gran centro proveedor y ya energúmeno, logré que simplemente me
devolvieran mi dinero, los maldije, me olvidé de ellos y, contra mi idea
inicial, recurrí a la ferretería de la esquina, atendida por su propietario, un
plomero, quien muy atento me sugirió que no cambiara todo el conjunto, porque “además de que está en buen estado, ya no se
consigue, pues es obsoleto”. Separó el vástago, cambió el empaque gastado y
me envió, ya más tranquilo, a hacer mi reparación, con los dos empaques nuevos,
porque yo insistí en que, aunque la otra llave estaba bien, era mejor cambiarle
el empaque de una vez, “por prevención y para
aprovechar que estoy en esas y como cuesta
poquito…”.
Instalé
la primera llave en su hueco, restablecí el agua y… cierre perfecto, cero
gotas, ¡éxito total! Envalentonado, procedí entonces con la otra, pero, por el
entusiasmo con mi logro, olvidé cortar antes el agua y al retirarla me sorprendió
un poderoso chorro que me dejó empapado y con el área de la ducha convertida en
un gran pozo. Al tratar de corregir el error, salí apurado y llené de barro
todo el trayecto hasta el registro del agua, o sea, medio apartamento.
Me
cambié de ropa, pensando además en la trapeada que me esperaba al final. Para
tristeza mía, el entrenamiento que había tenido con la primera llave no me
sirvió de nada para la segunda: inexplicablemente, el destornillador no fue
suficiente. Tuve ocasión de estrenar el hombre solo (y, bien solo que sí me
sentía), la llave inglesa, la llave de expansión, la llave de copas, los
alicates, las pinzas, las tenazas y otras, bien raras, que no sabía que tenía y
que no sé ni cómo se llaman ni para qué sirven, pero con ninguna de ellas pude
separar el maldito conjunto de pomo y vástago.
Una
voz interior (la de mi mujer, sería) me decía que dejara así, que esa llave no
tenía problema, que podía dejar el empaque de repuesto para cuando fuera
menester, que me iba a tirar ese conjunto que ya no se conseguía, que no había
almorzado y debía trapear…. pero a estas alturas mi orgullo estaba más herido que
mis manos (me las lesioné varias veces con mis poderosas herramientas), así que
ya no podía dar marcha atrás.
Al
rato volví, con el rabo entre las piernas y en una mano, el pomo, el vástago y
el empaque unidos como cuerpo cierto donde el plomero de la esquina para que
desarmara el conjunto. Mi vergüenza y mi humillación llegaron al límite cuando
el tipo, de un solo tirón me desprendió el vástago, que no estaba atornillado
sino encajado a presión. Regresé e instalé las piezas en la tubería.
A
estas alturas, entre las idas y venidas, el forcejeo inútil con piezas y
herramientas y las curaciones en las manos, se me había consumido casi todo el
día. Pero ahora estaba por fin frente a mi obra, dispuesto a saborear el
triunfo. Reconecté el agua y entonces escuché un chorro brotar impetuoso y sin
control en la ducha. Corrí allí a verificar qué estaba mal y vi que el sándwich
y el jugo con los que pretendía almorzar mientras trabajaba, yacían empapados en el piso,
de nuevo inundado y que de la llave brotaba inmisericorde un chorro de agua que
hacía todo peor que al inicio del proceso: más barro en el piso, plato partido
(lo pisé cuando traté de cerrar la llave), otra vez ropa mojada, llaves esparcidas
por doquier (tropecé y volteé la caja de herramientas sobre el piso) y, mientras cerraba de nuevo el
registro, me inundó por dentro una miserable sensación de impotencia mezclada
con rabia, recriminaciones, injurias y hasta odio hacia los fabricantes de esos
estúpidos sistemas de manejo de líquidos del siglo pasado.
Estaba
por romper en llanto de la ira, cuando llegó mi mujer con una caja con pollo asado que
puso sobre la mesa y me ofreció una toalla para que me secara. Hizo una corta
llamada por teléfono, mientras me traía una pantaloneta y unas chanclas, se
llevó mis botas embarradas, secó el agua, recogió la mugre y las herramientas
y finalmente le abrió la puerta al plomero de la esquina (el destinatario de la
llamada) para que arreglara la llave.
Mientras
almorzaba, yo solo rumiaba en silencio que ese tipo de tareas son para personas
de bajo intelecto, con escaso nivel educativo y diestros solo en labores
manuales, no intelectuales, como las mías. Al tipo ni lo miré durante los diez
minutos que estuvo allí.
A ella
no pude decirle nada, pero con la mirada le hice saber que el pollo estaba rico
y que, sin ella, de seguro ya estaría muerto. Que la amo.
En hágalo usted mismo es típico ,tratar de resolver los daños del hogar con las dificultades que la falta de experticia conllevan ,yo aprendí de mi padre y me desenvuelvo bien.hay gente menos aventajada
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Mi Madre me decía zapatero a sus A sus zapatos ,Aprendí lo mío técnico en Autos ,me gusta la gente especializada en su rama .
Es que ese amigo cucuteño es como de malas...
Yo estoy leyendo tu comentario, Rodolfo