28 de febrero de 2020

La agria durmiente

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Cita con Morfeo, en tres actos
1. LO QUE SUPO EL HOTEL
Como conferencista invitada a un evento internacional, me han hecho una reservación en su hotel y necesito que me confirmen si puedo confiar en que ustedes me ofrecerán las condiciones mínimas que necesito para disfrutar cómodamente de sus servicios.

Mi sueño es sagrado, pero también muy liviano y cualquier ruido, por leve que sea, me despierta y me dispara a un insomnio del cual no puedo escapar y que por lo mismo detesto. No quiero estar mal dormida ni con ojeras cuando dicte mi conferencia, así que espero disfrutar en sus instalaciones de un descanso real.

Me incluyo dentro de esas personas que se caracterizan por ser meticulosa. Soy fanática de las reglas, el orden, la limpieza extrema, la asepsia y, en general, la perfección en cada detalle. Odio todo tipo de suciedad, los bichos y las telarañas, así que reviso con todo el cuidado cada superficie y cada rincón del lugar en donde duermo. No hay insectos, alimañas ni polvo que sobrevivan cerca de mí.

Pero, no quiero que ninguna mucama, ni ningún otro tipo de empleado de su empresa se acerque a mi habitación antes de las 7 am ni después de las 8 pm.

La habitación que me asignen, debe ser insonora, tener ventanas hacia el interior y no hacia la calle (la vista no me importa, pues voy a trabajar), estar en una sección de no fumadores, en un piso superior al séptimo (lejos de los escandalosos que invaden el lobby), aislada de los ruidos de los ascensores, de los dispensadores de bebidas y de hielo y, por supuesto, de los salones de eventos. No quiero estar cerca de ningún restaurante y menos del bar de la terraza del piso 21 donde, según noté en su página web, no hay tapete y el taconeo de las danzantes beodas despertaría mis más básicos y perturbadores instintos asesinos. También, quiero que mi habitación esté lo más separada posible de las zonas húmedas y el gimnasio, pues no soporto a la gente fitness y sus gemidos, que me desvelan. Al igual que sucede con las parejas de recién casados. En definitiva, lo mejor es que en las habitaciones contiguas solo haya huéspedes mudos, ancianos, monjes budistas o niños autistas.

Espero que su hotel no admita mascotas, pues las detesto y no quiero ni siquiera encontrarme una en un ascensor. Me pasa lo mismo con los bebés, pero como me imagino que, por ley estos deben ser admitidos, los quiero fuera de mi entorno pues, aunque no son peludos ni de cuatro patas, babean y hacen los mismos asquerosos ruidos guturales.

Por favor, retiren de mi habitación su mini bar. No voy a comer esos pasabocas que ponen ahí ni a beber copas solitarias y en cambio el ruido infernal que hace la neverita esa me fastidiaría toda la noche. Al igual que su reloj con alarma, pues no lo sé programar, suena con cada cambio de hora y la luz de esos números gigantes ilumina todo el cuarto y no me deja conciliar el sueño. Evítenme tener que desconectarlo y guardarlo en el closet. No tomo café pues me desvela y el aparatejo ese que dejan para prepararlo suele empezar a funcionar cuando le da la gana, haciendo los mismos ruidos fastidiosos que un bebé con diarrea. Por favor, llévense también su cafetera programable.

2. LO QUE SUPO ELLA
Cuando me registré en el hotel de marras, quise cerciorarme de que mis instrucciones hubiesen sido atendidas en cada detalle, así que pedí que un maître (y no solo el botones) me acompañara a revisar la habitación asignada. Estaba en una esquina del piso 14, al extremo de un ala interior. Mi único vecino era un señor de 85 años que venía a un tratamiento médico y estaba asistido por un enfermero entrenado, con quien hablé y le pedí que fuera lo más silencioso posible. Me dijo que su paciente no hablaba y que normalmente se dormía desde las 8 pm hasta el día siguiente (¡casi mi autista!). Recibí entonces mi cuarto, conforme y tranquila.

Mientras me cepillaba los dientes, oí que en la habitación contigua sonó un celular. El enfermero, quizás para no molestar a su paciente, se metió al baño a contestar y así me enteré que saldría a atender una invitación a cenar. Quise ir a detenerlo y decirle que no fuera irresponsable, que no dejara al anciano solo, pero no me atreví, así que lo último que escuché fue cómo se cerraba la puerta de al lado cuando se marchó.

Al rato, ya totalmente aseada y preparada, luego de verificar que no hubiese ninguna fuente de perturbación, apagué la luz y me dispuse a dormir. No habían transcurrido cinco minutos cuando empecé a percibir un leve sonido, como de respiración y me imaginé que debía ser el paciente de al lado. Traté de aislar el sonido e ignorarlo, pero entonces empecé a pensar que tal vez el pobre hombre, a quien el enfermero había dejado solo, podría tener dificultades para respirar.

De pronto cesó el sonido y me rodeó el silencio, pero yo no podía dormir pues me dio por pensar que lo que yo había escuchado eran los últimos estertores del enfermo, quien quizás había dejado de respirar y que el irresponsable ese que debía atenderlo, lo había dejado morir ahí solo. “Yo no quisiera que eso me pasara a mí”, pensaba. Luego, para mi sosiego, la respiración se reanudó. El anciano no había muerto. ¡Pero el sonido no me dejaba dormir!

Esa situación se repitió varias veces solo que, con lapsos más espaciados, lo cual me llevó a pensar, llena de angustia, si en el ciclo siguiente el señor volvería a respirar o dejaría de hacerlo. Como esto me crispaba cada vez más, decidí tomar cartas en el asunto. Me levanté, encendí la luz y llamé a la recepción para informar el hecho. No podía dejar que el pobre se fuera a morir ahí, abandonado, sin más. “Hay un señor que se está muriendo en la habitación de al lado”, le advertí al joven que me contestó. “Ya casi no lo oigo respirar”, agregué.

Al poco rato se armó la batahola en mi piso del hotel, pues el conserje no logró encontrar la llave, así que los paramédicos, cuando quisieron ingresar a la habitación, debieron llamar a los bomberos y estos tuvieron que destrozar la puerta con un hacha para poder entrar. Yo observaba desde el pasillo, rezando para que no fuera tarde. Estando en esas, vi aparecer al enfermero, quien asustado (quizás arrepentido), llegó presuroso a indagar qué ocurría.

El señor estaba bien, dormido aún, con sus signos vitales normales y el enfermero explicó que, además de que se acostaba sin sus audífonos, el último medicamento que le había administrado lo hacía dormir profundamente. Luego de las explicaciones y verificaciones del caso, todos voltearon a mirarme y en ese momento me sentí como se debió haber sentido Bin Laden cuando le dijeron que todo era culpa suya.

Yo di mis explicaciones, convencida de haber actuado correctamente y presenté las razones de mi proceder (como supongo que hizo Bin Laden). El conserje me reconvino duramente y me hizo saber que el ruido que yo había escuchado provenía del sistema de aire acondicionado, el cual él no estaba dispuesto a apagar solo por darme gusto a mí. Todos los huéspedes que estaban en el pasillo, incluidos algunos de otros pisos, me miraban con odio (pude sentirlo) y varios murmuraban cosas feas sobre mí (pude escucharlos).

3. LO QUE LE PASÓ A ELLA
Después de la medianoche, retornó la calma. Luego de que acepté que cargaran a mi cuenta el valor de los destrozos y los arreglos, me tomé a regañadientes una de las pastillas para dormir que me ofrecía el enfermero y, totalmente abochornada, me retiré a descansar.

Al despertar pude ver a Papá Noel con un hacha en la mano, dispuesto a descuartizarme, secundado por Rapunzel y un detective, que de seguro estaba tomando nota de todo, mirándome tan sorprendidos como yo me sentía. Cuando me pasó el susto y recuperé la calma, pude ver que quien me miraba fijamente era el maître y descubrí que no se trataba de Papá Noel sino de un bombero que tuvo que forzar la puerta (tampoco encontraron mi llave) y que no era Rapunzel sino una enfermera que me examinaba porque pensaron que algo me había pasado, pues llevaba cuatro días sin salir de mi cuarto. Entonces, me sentí por fin descansada y contenta.

Haberme perdido mi conferencia, todo el evento y las reuniones académicas y sociales a las cuales quería asistir para departir con colegas y conocidos, haber tenido que pagar una cuenta absolutamente excesiva por el alojamiento y los daños y haber perdido mi vuelo de regreso son hechos que en otras circunstancias me habrían contrariado muchísimo. Pero no, estoy feliz de haber podido descansar al fin como añoré durante tanto tiempo. Ahora, no salgo a ninguna parte sin esas mágicas pastillitas que me dio el enfermero.

1 comentários:

  • 27 de febrero de 2023, 4:11 p.m.
    Anónimo says:

    Muy bueno, el cuento. Como se llaman las pastillitas?

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