Cita con Morfeo, en tres actos
Como
conferencista invitada a un evento internacional, me han hecho una reservación
en su hotel y necesito que me confirmen si puedo confiar en que ustedes me
ofrecerán las condiciones mínimas que necesito para disfrutar cómodamente de
sus servicios.
Mi
sueño es sagrado, pero también muy liviano y cualquier ruido, por leve que sea,
me despierta y me dispara a un insomnio del cual no puedo escapar y que por lo
mismo detesto. No quiero estar mal dormida ni con ojeras cuando dicte mi
conferencia, así que espero disfrutar en sus instalaciones de un descanso real.
Me
incluyo dentro de esas personas que se caracterizan por ser meticulosa.
Soy fanática de las reglas, el orden, la limpieza extrema, la asepsia y, en
general, la perfección en cada detalle. Odio todo tipo de suciedad, los
bichos y las telarañas, así que reviso con todo el cuidado cada superficie y
cada rincón del lugar en donde duermo. No hay insectos, alimañas ni polvo que
sobrevivan cerca de mí.
Pero,
no quiero que ninguna mucama, ni ningún otro tipo de empleado de su empresa se
acerque a mi habitación antes de las 7 am ni después de las 8 pm.
La
habitación que me asignen, debe ser insonora, tener ventanas hacia el interior
y no hacia la calle (la vista no me importa, pues voy a trabajar), estar en una
sección de no fumadores, en un piso superior al séptimo (lejos de los escandalosos
que invaden el lobby), aislada de los ruidos de los ascensores, de los
dispensadores de bebidas y de hielo y, por supuesto, de los salones de eventos.
No quiero estar cerca de ningún restaurante y menos del bar de la terraza del piso
21 donde, según noté en su página web, no hay tapete y el taconeo de las
danzantes beodas despertaría mis más básicos y perturbadores instintos asesinos.
También, quiero que mi habitación esté lo más separada posible de las zonas
húmedas y el gimnasio, pues no soporto a la gente fitness y sus gemidos, que me
desvelan. Al igual que sucede con las parejas de recién casados. En definitiva,
lo mejor es que en las habitaciones contiguas solo haya huéspedes mudos, ancianos,
monjes budistas o niños autistas.
Espero
que su hotel no admita mascotas, pues las detesto y no quiero ni siquiera
encontrarme una en un ascensor. Me pasa lo mismo con los bebés, pero como me imagino
que, por ley estos deben ser admitidos, los quiero fuera de mi entorno pues,
aunque no son peludos ni de cuatro patas, babean y hacen los mismos asquerosos ruidos
guturales.
Por favor,
retiren de mi habitación su mini bar. No voy a comer esos pasabocas que ponen
ahí ni a beber copas solitarias y en cambio el ruido infernal que hace la
neverita esa me fastidiaría toda la noche. Al igual que su reloj con alarma, pues
no lo sé programar, suena con cada cambio de hora y la luz de esos números
gigantes ilumina todo el cuarto y no me deja conciliar el sueño. Evítenme tener
que desconectarlo y guardarlo en el closet. No tomo café pues me desvela y el
aparatejo ese que dejan para prepararlo suele empezar a funcionar cuando le da
la gana, haciendo los mismos ruidos fastidiosos que un bebé con diarrea. Por
favor, llévense también su cafetera programable.
2. LO
QUE SUPO ELLA
Cuando
me registré en el hotel de marras, quise cerciorarme de que mis instrucciones
hubiesen sido atendidas en cada detalle, así que pedí que un maître (y no solo el botones) me
acompañara a revisar la habitación asignada. Estaba en una esquina del piso 14,
al extremo de un ala interior. Mi único vecino era un señor de 85 años que
venía a un tratamiento médico y estaba asistido por un enfermero entrenado, con
quien hablé y le pedí que fuera lo más silencioso posible. Me dijo que su paciente
no hablaba y que normalmente se dormía desde las 8 pm hasta el día siguiente
(¡casi mi autista!). Recibí entonces mi cuarto, conforme y tranquila.
Mientras
me cepillaba los dientes, oí que en la habitación contigua sonó un celular. El
enfermero, quizás para no molestar a su paciente, se metió al baño a contestar
y así me enteré que saldría a atender una invitación a cenar. Quise ir a
detenerlo y decirle que no fuera irresponsable, que no dejara al anciano solo,
pero no me atreví, así que lo último que escuché fue cómo se cerraba la puerta
de al lado cuando se marchó.
Al
rato, ya totalmente aseada y preparada, luego de verificar que no hubiese
ninguna fuente de perturbación, apagué la luz y me dispuse a dormir. No habían
transcurrido cinco minutos cuando empecé a percibir un leve sonido, como de
respiración y me imaginé que debía ser el paciente de al lado. Traté de aislar
el sonido e ignorarlo, pero entonces empecé a pensar que tal vez el pobre
hombre, a quien el enfermero había dejado solo, podría tener dificultades para
respirar.
De
pronto cesó el sonido y me rodeó el silencio, pero yo no podía dormir pues me
dio por pensar que lo que yo había escuchado eran los últimos estertores del enfermo,
quien quizás había dejado de respirar y que el irresponsable ese que debía atenderlo,
lo había dejado morir ahí solo. “Yo no quisiera que eso me pasara a mí”,
pensaba. Luego, para mi sosiego, la respiración se reanudó. El anciano no había
muerto. ¡Pero el sonido no me dejaba dormir!
Esa
situación se repitió varias veces solo que, con lapsos más espaciados, lo cual
me llevó a pensar, llena de angustia, si en el ciclo siguiente el señor
volvería a respirar o dejaría de hacerlo. Como esto me crispaba cada vez más,
decidí tomar cartas en el asunto. Me levanté, encendí la luz y llamé a la
recepción para informar el hecho. No podía dejar que el pobre se fuera a morir ahí,
abandonado, sin más. “Hay un señor que se está muriendo en la habitación de al
lado”, le advertí al joven que me contestó. “Ya casi no lo oigo respirar”,
agregué.
Al
poco rato se armó la batahola en mi piso del hotel, pues el conserje no logró
encontrar la llave, así que los paramédicos, cuando quisieron ingresar a la
habitación, debieron llamar a los bomberos y estos tuvieron que destrozar la
puerta con un hacha para poder entrar. Yo observaba desde el pasillo, rezando
para que no fuera tarde. Estando en esas, vi aparecer al enfermero, quien
asustado (quizás arrepentido), llegó presuroso a indagar qué ocurría.
El
señor estaba bien, dormido aún, con sus signos vitales normales y el enfermero
explicó que, además de que se acostaba sin sus audífonos, el último medicamento
que le había administrado lo hacía dormir profundamente. Luego de las
explicaciones y verificaciones del caso, todos voltearon a mirarme y en ese
momento me sentí como se debió haber sentido Bin Laden cuando le dijeron que
todo era culpa suya.
Yo di
mis explicaciones, convencida de haber actuado correctamente y presenté las
razones de mi proceder (como supongo que hizo Bin Laden). El conserje me
reconvino duramente y me hizo saber que el ruido que yo había escuchado
provenía del sistema de aire acondicionado, el cual él no estaba dispuesto a
apagar solo por darme gusto a mí. Todos los huéspedes que estaban en el pasillo,
incluidos algunos de otros pisos, me miraban con odio (pude sentirlo) y varios murmuraban
cosas feas sobre mí (pude escucharlos).
3. LO
QUE LE PASÓ A ELLA
Después
de la medianoche, retornó la calma. Luego de que acepté que cargaran a mi
cuenta el valor de los destrozos y los arreglos, me tomé a regañadientes una de
las pastillas para dormir que me ofrecía el enfermero y, totalmente abochornada,
me retiré a descansar.
Al
despertar pude ver a Papá Noel con un hacha en la mano, dispuesto a
descuartizarme, secundado por Rapunzel y un detective, que de seguro estaba
tomando nota de todo, mirándome tan sorprendidos como yo me sentía. Cuando me
pasó el susto y recuperé la calma, pude ver que quien me miraba fijamente era
el maître y descubrí que no se trataba
de Papá Noel sino de un bombero que tuvo que forzar la puerta (tampoco
encontraron mi llave) y que no era Rapunzel sino una enfermera que me examinaba
porque pensaron que algo me había pasado, pues llevaba cuatro días sin salir de
mi cuarto. Entonces, me sentí por fin descansada y contenta.
Haberme
perdido mi conferencia, todo el evento y las reuniones académicas y sociales a
las cuales quería asistir para departir con colegas y conocidos, haber tenido
que pagar una cuenta absolutamente excesiva por el alojamiento y los daños y
haber perdido mi vuelo de regreso son hechos que en otras circunstancias me
habrían contrariado muchísimo. Pero no, estoy feliz de haber podido descansar
al fin como añoré durante tanto tiempo. Ahora, no salgo a ninguna parte sin
esas mágicas pastillitas que me dio el enfermero.
Muy bueno, el cuento. Como se llaman las pastillitas?