Un
colaborador, quien quiere permanecer anónimo, nos compartió esta anécdota:
Me
enteré que había muerto el ser más querido de un colega de la oficina, a quien
todos apreciamos mucho, así que, aunque yo no conocía a su familia, me pareció
un buen gesto pasar a la sala de velación, a saludarlo y brindarle una palabra
de aliento en tan difícil momento.
Al
llegar busqué al hombre, pero no lo vi, así que le pregunté por él a una
jovencita que, aunque tenía la mirada un tanto extraviada y se aferraba a un
misal y un rosario, era una de las pocas personas presentes que no lloraba
desconsoladamente.
“Se
fue a traer el peluche favorito de Adolfito”, suspiró, transida de tristeza y
casi se quiebra en llanto. Me embargó un sentimiento de profunda solidaridad y
entonces pensé que lo mejor era guardar respetuoso silencio y aislarme a esperar
la llegada de mi conocido.
Así pude
reparar en que al fondo del salón se encontraba un pequeño ataúd blanco. Todo esto
y lo desgarrador de la escena que se desarrollaba en el lugar me hicieron
entender que Adolfito debía ser un niño de entre 6 y 8 años de edad y alcancé a
sentir un escalofrío, tan solo al pensar en lo que pasaría si sucediera algo
así con uno de los niños de mi familia.
Estaba
en esas cavilaciones, cuando vi aparecer a mi compañero con un pequeño osito de
peluche en la mano. En cuanto, me vio, solo pudo decir “Hola. Mi pequeñito…”. Se
derrumbó en mis brazos, se ahogó hasta el punto de que no logró articular ninguna
otra palabra, sino que entre espasmos y sacudidas se despachó en llanto por
unos minutos, sin poder soltarme.
Algunas
personas quisieron acercarse y solidarizarse con el pobre hombre, pero dado que
no me conocían, solo se ubicaron a una distancia prudente y le musitaban a él
alguna voz de aliento, buscando que se tranquilizara y pudiera retomar la calma.
Luego
empecé a escuchar frases de alabanza para Adolfito, acompañadas de sollozos y suspiros
de resignación:
“Fue siempre
tan inteligente…”
“Sí,
claro, era mucho más despierto que cualquier otro”
“Solo
hay que ver cómo nadaba de bueno en la piscina”
“Pero,
qué me dicen de lo valiente que era. Todo un machito”
“Nada
más, ver esa vez, cuando espantó a ese pitbull furioso…”
“Y la
enorme alegría que nos regalaba al verlo saltar por sus galletas preferidas”
“Cómo
entendía todo, cuando se trepaba a la cama a mirar la televisión”
“Me
acuerdo tanto cómo nos reímos cuando se orinó en el asiento trasero del carro
nuevo”
“Cuando
lo sacaba a dar su paseo diario era siempre el más alegre”
“Ay, tan
lindo, cómo nos miraba con sus ojitos amarillos…”
A
estas alturas, algo no me cuadraba del todo y mi curiosidad pudo más que el
lúgubre ambiente de congoja que llenaba el entorno. En cuanto el doliente me
liberó de su dramático abrazo, me escabullí del grupo y me fui directo al
féretro, donde pude ver cómo yacía allí inerme Adolfito, un robusto labrador.
Entonces
pude ser consciente de algo más que no encajaba con un velorio tradicional y en
lo cual no me había fijado bien: era la extraña presencia de cuatro o cinco
perros, que, a decir verdad, no mostraban signo alguno de tristeza. Por el
contrario, retozaban juguetones, disputándose las galletas que una adolescente
les repartía. En eso, una señora con su cara cubierta por un velo negro pidió
silencio y empezó a rezar una oración a San Francisco de Asís, patrono de los
animales, que fue seguida por unos salmos responsoriales a San Roque, a los
cuales la concurrencia respondía con vehemencia.
Mientras
escuchaba la cantinela de los rezos y el clamor por la vida eterna y la luz perpetua,
me preguntaba si para los perros hay también un paraíso prometido, en donde de
seguro habrá montones de perras, miles de árboles para orinar, montañas de
alimentos concentrados y un gran prado verde por dónde correr a gusto cada
mañana. Y por supuesto, en contraposición habrá también un infierno perrata,
lleno de arena de gato usada y plagado de gozques sarnosos, furiosos y
hambrientos, infestados de pulgas y chinches, donde se vive una eterna vida de
perros de taller. En eso me percaté que una beata se me acercaba con la cartilla
de salmos en la mano y decidí que era el momento de salir.
Me
disponía a huir de allí, cuando ocurrió algo insólito: la sala se silenció por
completo (hasta un perro que lucía gorro y bufanda de tela escocesa y que se
rascaba contra la puerta, se detuvo) y todas las miradas se dirigieron hacia la
entrada, donde se pudo divisar, a contraluz, la silueta de una esbelta mujer y
a su lado surgieron los ojos grises de una hermosa perra pastor Alaska a la
cual traía ella de su traílla. Pregunté en voz baja “¿Y quién es esa?”. Alguien
a mi derecha y también en voz baja, contestó: “La mujer de Adolfo, la oficial”.
Las
dos hembras avanzaron por el pasillo central hacia el féretro mientras un par de
los presentes escapaban al exterior, con sus perras gozques. La mujer se detuvo,
le retiró la correa al animal, que se acercó al cajón, lo olió y orinó junto al
mismo, encima de una corona de flores. Mi primer impulso fue espantar a la
intrusa con el conocido ¡chite chanda! pero alguien me detuvo y,
acongojado, me dijo: “Quieto. Esa es su manera de despedirlo”.
La
perra se rascó
con fruición, gesto que interpreté como un acto de añoranza por las pulgas
compartidas y luego se dirigió tranquilamente hacia un plato con granos de
concentrado que había en el piso y, muy concentrada, se dedicó a comer.
Una
señora se dispuso a reanudar los rezos y yo me dispuse a reanudar mi huida, no
sin antes preguntarle a la hermosa dama que trajo la perra de Adolfo si se lo
iban a enterrar o qué se estilaba en estos casos y ella muy sonriente me dijo
que habían decidido dejarlo en el jardín de la casa para que Croqueta (así se
llamaba la perra fina) pudiera jugar con sus huesos más adelante.
Mientras
regresaba a la oficina pensaba hasta dónde llegará este asunto de asumir que
los animales son humanos y que ya los quieran más que a estos, así sean de su
propia sangre.
Pensé en mi nieta perruna una bulldog francés,Frida a quien queremos mucho...
Lo cual ilustra claramente lo expuesto