15 de noviembre de 2019

Picantoso paroxismo

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Una lucha contra la sieteluchas


Un amigo de Cúcuta nos narró un carranchinoso episodio que le tocó vivir:

Salí de las clases del postgrado que estoy haciendo en las noches y tomé un bus urbano, junto con un compañero de curso. Este es uno de esos tipos que no puede uno decir que sea un desconocido, pues de hecho íbamos conversando animadamente, pero que no entran ni en la categoría de amigo, ya que no es alguien a quien le confiaría un secreto íntimo, ni tampoco en la de conocido, pues no tengo mayores detalles de su vida, pero tampoco es un completo extraño, puesto que hemos compartido algunos momentos como el de un café con empanada en algún descanso de esos que en el colegio llamábamos recreo pero que allí denominan coffee break.

Resulta que, aunque el bus no iba lleno, como es la queja normal de los usuarios de transporte público, no había sillas disponibles y unos cuantos pasajeros íbamos de pie. Pero, ocurrió un hecho curioso que me impresionó mucho.

El tipo llevaba en una mano unos libros y una carpeta y con la otra mano se agarraba de un tubo superior. De pronto, paró de hablar, me miró de forma larga y dubitativa y, con un tono suave, como confidencial, un poco apenado quizás, me susurró que le aquejaba una fuerte picazón a la altura del omóplato, pero que, debido a su posición y, como cargaba sus libros, no podía rascarse. Y me pidió el favor de que, con mi mano libre, le rascara allá. En un primer momento la inusual solicitud me incomodó un poco, pero sabiendo lo molesto que es eso de la piquiña y, viendo la evidente incapacidad del fulano para autosatisfacerse (bueno, eso sí que sonó extraño…), decidí socorrerlo.

Tímidamente acerqué mi mano e inicié la tarea solicitada, en primera instancia con un leve roce de mis dedos sobre la zona indicada, pero luego de una solicitud directa de que él quería una rascada bien fuerte, ejercí una mayor presión por sobre su saco de paño, su camisa, camiseta y quién sabe que más prendas que tendría el hombre, pero éste sólo hizo un gesto de agitación y, casi suplicante, me solicitó que desplazara los dedos hacia adentro y que se lo hiciera con más fuerza. Deslicé mi mano un poco más hacia el centro de su espalda e insistí con las uñas, pero, ante su ansiedad, yo ya empezaba a recordar a mi mujer cuando, en ciertas noches, me pide más y más y más plata para el mercado y los gastos de la casa que me corresponden.

Un poco después me pareció que ya había sido suficiente y quería detenerme, pues varios ocupantes del bus empezaban a mirarnos con recelo, pero el ninfómano picantudo pedía mayor intensidad y que me desplazara hacia otras áreas de su espalda, diciendo “al centro”, “más abajo”, “así”, “más”, mientras doblaba las piernas, subía el volumen de su voz y entornaba los ojos. Ante tal transformación quise detenerme, pero ya los libros habían rodado por el suelo y el tipo agarraba y halaba con una mano mi brazo para que siguiera en mi tarea, al tiempo que, de rodillas, tomaba con la otra mano un tubo vertical que, a estas alturas, yo veía ya convertido en una barra de pole dance.

Yo me sentía ya incómodo y muy molesto con el tipo y quería cesar ese bochornoso espectáculo, pero él no me soltaba el brazo y no paraba de agitarse. Llegué a pensar que el pobre padecía una enfermedad eruptiva e incluso empecé a imaginar moretones, ronchas, granos y hasta llagas purulentas en su piel, cuando de repente, liberó mi brazo, se levantó, limpió su ropa, agarró sus libros y con un aire muy serio y, como si nada, me dijo "Ufff. Gracias".

Yo me encontraba estupefacto con lo ocurrido, pero el hombre, muy bien puesto ahora, continuó contándome algo sobre su trabajo, tal como lo venía haciendo antes de que pasara lo narrado. Luego de un minuto, el incidente había quedado en el pasado y él seguía como si nada.

Pero, un poco después, de repente, volvió a detenerse. Me miró largamente, me pidió que lo mirara, directo a los ojos y me dijo: “Es que se me entró un mugre en el ojo ¿Me lo sopla, por favor?” Yo, en realidad hubiese querido soplarle la mano, pero opté por huir en el siguiente paradero del bus y ya no quise volver a hablar con ese enfermo compulsivo”.

Queda claro que hay ocasiones en las cuales sí es mejor aquello de “hágalo usted mismo” para que no se presente el riesgo que implica eso de “toda noble acción recibe su merecido castigo”.

1 comentários:

  • 23 de noviembre de 2019, 4:38 a.m.
    Rudolf says:

    Me va a tocar cobrar derechos de autor por aquello de "un amigo de cucuta",el toche ,es hoy en día un especialista muy reconocido...

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