La del señor muy dura verdad
También se le
conoció como “El juicio de Dios” y
consistía en que, si un reo era acusado de pecar o de quebrantar una norma, se
establecía su culpabilidad o inocencia al invocar e interpretar las decisiones
divinas, empleando una sencilla prueba que medía al mismo tiempo la resistencia
al dolor y el dolo.
En esas épocas
se les daba amplia credibilidad a los testigos (no se conocían los falsos
testigos) así que, si alguien acusaba a otro cualquiera de haber cometido algún
pecado o crimen, este debía probar su inocencia y si no encontraba una manera
convincente para lograrlo se le brindaba, como acto magnánimo y ecuánime, el
beneficio de la duda.
Se procedía entonces,
mediante el uso del fuego y/o del agua, a que el mandato divino iluminara a los
jueces: por ejemplo, el acusado debía agarrar un hierro caliente o meter una
mano durante un buen rato a que se sudara en una olla con agua hirviendo o a
que se asara en una hoguera (todo eso, tal vez como preámbulo a lo que le
esperaba al resto del cuerpo). Si pasados unos días el dueño o la dueña del
miembro no habían sufrido mayor daño, este no se les gangrenaba o podían
utilizarlo así quemado para algo, se consideraba que el reo debía ser declarado
inocente y se lo liberaba hasta una próxima ocasión. De esta práctica nació la
expresión “meter la mano al fuego por alguien” que sigue produciendo mochos
todos los días.
El método era
bastante efectivo porque normalmente el “juicio de Dios” estaba de acuerdo con
el del acusador y el mocho recibía su merecido castigo. Pero, como siempre
pasa, había quienes, aun siendo culpables a los ojos del hombre, eran absueltos
por la divina providencia y ante eso sí ya no había apelación posible (en
aquella época la gente sí era muy piadosa y creyente).
En un caso muy
recordado, un labriego fue acusado de robar parte de lo que estaba cultivando,
que pertenecía a su señor, para alimentar a su mujer y sus cuatro hijos hambrientos.
El hombre sostuvo que había tomado solo lo que le correspondía por su trabajo y
a la hora del juicio agarró una barra de hierro candente durante más de media
hora con sus callosas manos sin inmutarse y al otro día estaba arando como buey
por la gracia divina, hecho que no le hizo ninguna gracia a su señor, quien lo condenó
al destierro.
También se dio
el caso de una mujer que, con su piel de gallina, logró adobarse y sudarse una
mano con el agua hirviendo y con ella alimentó a sus polluelos. Al poco tiempo
fue repudiada por su marido, quien la acusó de andar más preocupada por atender
a sus cinco muchachitos que a sus deberes conyugales, en desmedro del hacedor
de las criaturas y del orden natural de las cosas según estaba escrito.
Ante estos casos
excepcionales que contrariaban al amo y sembraban en la plebe absurdas ideas de
esperanza que solían convertirse en odio y terminaban en revuelta, los
tribunales empezaron a dudar de la efectividad de la ordalía como método
probatorio, no porque se dieran equivocaciones o errores divinos (Eso nunca. Ni
siquiera se podría pensar algo así), sino porque el diablo es puerco y además
muy hábil y podría darse mañas para encontrar, a veces, la manera de proteger a
sus secuaces y evadir la santa justicia. Así que el sistema judicial decidió
buscar un mecanismo menos subjetivo para dirimir esas cuestiones de
culpabilidad y reemplazó la ordalía por la tortura, esta sí infalible y ciento
por ciento efectiva, como se ha comprobado desde entonces y hasta hoy.
Mejoran sus cualidades como escritor .muy bien para un ingeniero . saludos .Valenzuela Ruiz está contento, siguiendo este blog.