7 de junio de 2019

Imprimatur

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Prioris cagatorum, durum approbationem buscatere


No todo lo que dejó la edad media fue oscurantismo. Aunque todo debía ceñirse estrictamente a los dictados de los religiosos, pues además de esas cosas que más se mencionan, como las guerras, las cacerías de brujas, el desprecio por la ciencia y el maltrato a los siervos y a las mujeres, hubo otras realmente inspiradoras, como El Imprimátur.

Cuando alguien deseaba publicar algo, pero no estaba seguro de que su escrito fuese del agrado del sagrado padre o de la santa inquisición, decidía curarse en salud y le solicitaba al Papa su bendición para dar a luz su obra sin temor a ser, de forma devota y piadosa, descuartizado, colgado o incinerado. Si la autoridad le expedía el sello de Imprimátur, el autor podía celebrar que, al no meter la pata, se había salvado de estirarla.

Tal como ocurre hoy con las tutelas, el Papa, aunque tenía la obligación de contestar, no tenía tiempo para revisar todo lo que le llegaba. Sólo que si él no contestaba no pasaba nada, pues el único perjudicado era el solicitante. No obstante, el sumo prelado se tomaba el asunto con gran seriedad ya que su sello podría ser utilizado como prueba en la defensa de algún candidato a la hoguera, así que les delegó esa tarea a los obispos. 

Fue por ello que apareció el censor, personaje designado por los obispos para la labor de revisar que nada de lo dicho en un escrito atentara contra la doctrina y la fe. Una especie de especialista en el chisme y la ojeriza, fino para criticar, imaginativo para inculpar, resobado en temas eclesiásticos y con olfato de perro para encontrar las trampas del maligno encubiertas tras, entre o bajo las letras.

El censor despachaba en el primer piso, recibía lo que le enviaban al Papa para revisar y una vez que lo revisaba (varios años después), acudía al ascensor, llegaba hasta el obispo y este al Papa, tal como ocurre hoy en día en las notarías, para imponerle en la portada el sello de Imprimátur, el cual venía siendo lo más parecido a una bendición escrita.

Lo que el censor no dejaba pasar era quemado y al autor se le entregaban serias advertencias, todas en latín, para que no hubiera confusiones. Estas eran las más frecuentes:

“Cagare libero est summa merda”
"Vertum hirvientis quod publiquerum estum"
“Cojerem officiorum”
“Quálitat porqueriae, quil estabae pensandum?”
“Sumerceae est multum bestiae, non?”
“Si non sapientiae scriptorum, para quod se metorum?
“Hediondum textis literae, cannis culum lingus”

Con advertencias tan duras y agresivas, el proyecto de autor prefería, en lugar de buscar fama y riqueza, desistir de sus deseos de publicar y siguiendo algunas de ellas, dedicarse a otra cosa o, en lenguaje común, ir a que lo lambiera un perro, con tal de huirle a la persecución de la ley divina. 

Pero en cambio, si se obtenía el ansiado sello, el, ahora sí autor, podía ir tranquilo donde el escribano o el impresor a que le diera chumbimba al texto. Como en todos los casos, existían términos y condiciones, que estaban tácitos (no se había inventado la letra menuda), pero que podían ser utilizados por el inquisidor, de ser necesario. Por ejemplo:

El Imprimátur sólo sirve para la primera edición; cualquier nueva publicación obliga a que se pague y tramite un nuevo sello.
Según las modificaciones hechas recientemente a la doctrina, ese texto se convirtió en una herejía. Quienes escriben, deben estar atentos a la ley de Dios y sus modificaciones.
El desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento.
El sello sólo avala la hoja en la que está puesto.

Es decir, tanto el legislador como el juez siempre tenían motivo y justificación para decir lo que decían y hacer lo que hacían y podían utilizar la presencia o ausencia del Imprimátur como prueba para perseguir a quien expresara algo políticamente incorrecto. Ahora, si el acusado era acaudalado y podía pagarle a un astuto jurisconsulto, se recurría a la tortura hasta que admitiera que el sello era falso, que él sabía que estaba mintiendo, pero lo ocultó, que se alió con una bruja y emburundangaron al censor para que lo aprobara, en fin, lo que fuera menester para poder quemarlo con todas las conciencias bien tranquilas.

Si Galileo Galilei, Giordano Bruno, Johannes Kepler y muchos otros, no hubieran actuado con tanta terquedad, sino que hubieran escrito obras de fácil Imprimátur, no habrían sufrido tanta persecución y La Tierra sería, además de plana, el centro del universo, la luz vendría solo del cielo, no existirían el desastre ecológico ni la sumisión tecnológica actuales y muy seguramente viviríamos en una versión moderna del paraíso terrenal.

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