5 de abril de 2019

a-precio

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En los días que corren la gente sabe
el precio de todo y el valor de nada
OSCAR WILDE
¿Por qué vale más un gramo de oro que una libra de arroz? Con el arroz puede comer una familia entera, mientras que el oro no sirve absolutamente para nada. Pero, cualquiera opta por el vil metal, antes que por los humildes granos.

Es fácil entender la teoría de mercados cuando afirma que un producto vale lo que alguien esté dispuesto a pagar por él. O sea, una cosa es el valor de un objeto aislado y otra es su precio, como producto, una vez que es puesto en un contexto determinado. La siguiente historia nos muestra claramente todo eso de valor, precio y contexto:

Cierto día, un hombre, de pie, vio una hermosa lámpara de pie. Seducido por el inigualable diseño y los esmerados detalles, terminó sin darse cuenta en el interior del almacén y vino a percatarse de cuán lujoso era el sitio donde se encontraba cuando pudo admirar los refinados materiales del accesorio y el soberbio juego de sala al cual se integraba de forma del todo armoniosa. Cuando quiso reaccionar y alejarse de allí, ya un sonriente vendedor le ofrecía sus servicios.

El tipo, solo atinó a preguntar el precio del objeto y ante la respuesta, por un momento pensó Qué vaina tan cara. Y, encima, ¿cómo me vería yo con esto al hombro, cargándola en un Transmilenio?, porque, en un taxi no me cabe y, además, para subirla cuatro pisos por las escaleras de mi edificio a pie y sin que el guache del Ramón me ayude, después de la vaciada que le pegué esta mañana, pues, no aguanta, aunque el vendedor me esté diciendo que pesa más una pluma de avestruz. Pero tan solo expresó:


“Gracias. Muy costosa para mí”.

El experto vendedor, acucioso y muy bien entrenado para manejar las objeciones de los clientes, se explayó describiendo la calidad de los materiales, el diseño y la manufactura de este, un objeto único e inigualable.









Entretanto, nuestro hombre pensaba: Si compro esta vaina, no puedo ni volver a cine con crispetas (ni sin crispetas), se acabó el tejo de los sábados, no volvemos a estrenar ni en diez años, no hay más celebraciones, adiós al anillo de aniversario y, fijo, gorriar almuerzo los fines de semana donde la suegra, sin falta. El frustrado cliente le contestó al vendedor, con gran seguridad:

“No dudo ni por un instante lo buena y bonita que es su lámpara, pero considere usted que si yo la llevo a mi casa tendré que cambiar los muebles de la sala para que hagan juego con ella. Y, una vez armado el conjunto, veré que los cuadros que tengo no armonizarán con mi nueva sala y será necesario cambiarlos y eso hará que deba cambiar también los muebles del comedor”.

“Mi esposa se va a entusiasmar mucho y en seguida hará que cambie los muebles de alcoba y, finalmente, que nos mudemos a un nuevo apartamento, donde luzca mejor todo ese nuevo mobiliario. Ya en esa nueva condición, tendré que comprar un carro. Además, mi ropa no va a armonizar con el nuevo apartamento ni con el nuevo vecindario ni con el nuevo vehículo, así que deberé cambiar todo mi vestuario. Y el de mi familia. Y, lo peor, luego de tantos cambios, me voy a percatar de que mi mujer no combina con este nuevo estilo de vida y a ella también tendré que cambiarla”.

“Pero, si he podido pagar todas esas cosas significa que habré cambiado de empleo, de amigos y hasta de amante, de nombre y de apellido. Créame, señor, cuando le digo que esta lámpara es excesivamente costosa para mí. Jamás podría comprarla”.

Esto es poner el valor y el precio de un objeto, en contexto.

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