12 de octubre de 2018

Intolerrancia

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Entre el sicólogo y el suicidio


(Basado en una historia real)



No sé si es que me estoy volviendo viejo y con la senectud se me han venido encima los múltiples achaques que le atribuyen a esa esta etapa de la vida o si es que el nivel de tolerancia a la frustración de la sociedad actual ha llegado a límites insostenibles, pero siento cada vez más encima la amenaza de verme recluido en una clínica psiquiátrica, un hogar geriátrico o una cárcel, por ciertos comentarios que antes hacía sin tanta prevención y tanto riesgo.



Hace unas semanas debí atender una citación de la sicóloga del colegio donde estudia mi hija, pues quería manifestarme su gran preocupación porque la niña le había expresado que no era feliz, que se sentía maltratada y que había pensado en arrojarse por una ventana. Yo le expliqué a la doña que le había retenido el celular como castigo a una desatención de una regla de la casa y que probablemente era ese el origen del problema. “Me importa un comino su observación”, dijo la señora y me informó que yo simplemente estaba allí para ser notificado de la situación y que debía recibir atención sicológica en un centro especializado, hasta demostrar que mi intolerancia ya no representaría una amenaza de maltrato a los niños, presentándole al colegio los reportes de los avances logrados, so pena de que ellos tomasen medidas drásticas que podrían ir hasta la pérdida de la patria potestad de mi menor.



El fin de semana siguiente, con el ánimo de limar asperezas, llevé a la niña y a su madre a almorzar a un centro comercial. La señora se antojó de unos zapatos, los más caros que vio y como yo le dije que si los comprábamos no podríamos pagar los servicios del siguiente mes, se molestó y entre sollozos me tildó de egoísta, materialista, tacaño, insensible y otros adjetivos un poco más pesados y desde ese día me cortó todos los servicios. Hoy creo que hubiera sido mejor quedarnos sin luz por un mes.



Desconsolado busqué a un amigo para compartirle mis penas, pero durante el relato comenté de forma desprevenida que me sentía como si fuera un pobre hombre de esos, afecto por los de su mismo sexo (la palabra correcta está proscrita); el tipo entró en shock y se despachó en menciones a animales y ofensas a mi progenitora y en calificativos como troglodita, homofóbico, intolerante, excluyente, etc. Desde ese día no me habla y me eliminó de sus contactos.



Días más tarde iba yo deleitándome con ese rap urbano con mensaje que se puede disfrutar en algunos trayectos en bus, cuando me sonó el celular. Lo único que atiné a decir (a grito herido eso sí, porque la música no me dejaba escuchar), fue que regresaría después la llamada, pues había un ruido espantoso allí y no oía nada. El cantante calló de inmediato, pero sin atenuar la música de su parlante, me gritó que él estaba trabajando, buscando algo para llevar de comer a su casa y que su arte no era ruido sino un género alterno; los demás viajeros entraron en un estado de excitación solidaria y se convirtieron en una turba que en medio de una silbatina ensordecedora me gritaba cosas como ignorante, levantado, clasista, elitista, intolerante, etc. Si no logro descender precipitadamente en la siguiente parada, no estaría contando el cuento.



A salvo de los peligros del transporte público, iba al día siguiente en mi automóvil. cuando en una parada de semáforo, un activo emprendedor roció el cristal delantero con una dudosa mezcla, supuestamente limpiadora. Cuando le indiqué que no precisaba de sus servicios pues mi vehículo estaba limpio, me incriminó con alusiones a enfermedades y deformidades de toda índole, recordándome entre otras cosas su derecho a la inclusión, que él no estaba haciéndole daño a nadie y que yo debía darle las gracias porque no me estaba atracando ni chuzando con objeto cortopunzante alguno y que lo que tiene así a este país es la intolerancia de sujetos como yo.



Esa noche, cuando llegué a estacionar mi vehículo, encontré que un vecino deportista había dejado su bicicleta recostada frente a su carro, pero obstruyendo el acceso del mío. Debí entonces bajarme y mover el vehículo de tracción animal a un costado para poder estacionarme. Al día siguiente mi vecino fue energúmeno a mi apartamento para recordarme que este es un país libre, que él estaba haciendo uso de su espacio y podía dejar su bicicleta donde le diera la gana y que, si yo no había hecho el curso debido de conducción, sino que me había encontrado la licencia entre una caja de cereal, era asunto mío y él no tenía la culpa, que no fuera igualado, que me diera mi lugar y que respetara, que es por cosas así, por la falta de tolerancia, que la gente aparece inerte entre una zanja y con el rostro cundido de insectos.



Y, otro día, mientras hacía fila en el banco, vi pasar a un ejemplar de cuatro patas, del tamaño de una rata de granero, con buzo, gorro y patines de lana, halado por un señor de 1,80 m de estatura. Se me ocurrió comentarle a alguien que iba también en la fila, lo espantosamente frondio que se ve un animal asi. Ahora pienso que el hombre debe ser fabricante de este tipo de prendas, pues me salió con una cátedra sobre tolerancia, igualdad, amor y respeto por esos seres sintientes y que son los miembros cuadrúpedos de la familia, del todo importantes para asegurar el bienestar de sus allegados. Varios de los presentes en la fila apoyaron las ideas del fulano, agregaron argumentos sobre la inteligencia animal (mientras más conozco al hombre más quiero a mi perro, sentenció un aparecido) y me invitaron reiteradamente a querer a los animales. Finalmente, la cajera me atendió de mala gana, la subgerente me miraba echando chispas desde su escritorio y el portero, estoy seguro, estuvo tentado de hacerme una zancadilla cuando, con el rabo entre las piernas, salí de ese lugar.



Parafraseando a Stalin, abusamos de los animales porque se dejan hacer de todo sin protestar y mientras les demos comida, nos siguen batiendo la cola. Y sí, definitivamente es necesaria la atención sicológica para poder sobrellevar las múltiples incongruencias de esta sociedad, que valora más el desatino que el sentido común y condena a quienes pretendemos llamar a las cosas por su nombre y actuar consecuentemente.

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