Entre el sicólogo y el suicidio
(Basado en una
historia real)
No sé si es que me estoy volviendo viejo y con la
senectud se me han venido encima los múltiples achaques que le atribuyen a esa
esta etapa de la vida o si es que el nivel de tolerancia a la frustración de la
sociedad actual ha llegado a límites insostenibles, pero siento cada vez más
encima la amenaza de verme recluido en una clínica psiquiátrica, un hogar
geriátrico o una cárcel, por ciertos comentarios que antes hacía sin tanta
prevención y tanto riesgo.
Hace unas semanas debí atender una citación de la sicóloga
del colegio donde estudia mi hija, pues quería manifestarme su gran
preocupación porque la niña le había expresado que no era feliz, que se sentía
maltratada y que había pensado en arrojarse por una ventana. Yo le expliqué a
la doña que le había retenido el celular como castigo a una desatención de una
regla de la casa y que probablemente era ese el origen del problema. “Me importa un comino su observación”,
dijo la señora y me informó que yo simplemente estaba allí para ser notificado
de la situación y que debía recibir atención sicológica en un centro
especializado, hasta demostrar que mi intolerancia ya no representaría una
amenaza de maltrato a los niños, presentándole al colegio los reportes de los
avances logrados, so pena de que ellos tomasen medidas drásticas que podrían ir
hasta la pérdida de la patria potestad de mi menor.
El fin de semana siguiente, con el ánimo de limar
asperezas, llevé a la niña y a su madre a almorzar a un centro comercial. La
señora se antojó de unos zapatos, los más caros que vio y como yo le dije que
si los comprábamos no podríamos pagar los servicios del siguiente mes, se
molestó y entre sollozos me tildó de egoísta, materialista, tacaño, insensible
y otros adjetivos un poco más pesados y desde ese día me cortó todos los
servicios. Hoy creo que hubiera sido mejor quedarnos sin luz por un mes.
Desconsolado busqué a un amigo
para compartirle mis penas, pero durante el relato comenté de forma
desprevenida que me sentía como si fuera un pobre hombre de esos, afecto por los
de su mismo sexo (la palabra correcta está proscrita); el tipo entró en shock y
se despachó en menciones a animales y ofensas a mi progenitora y en
calificativos como troglodita, homofóbico, intolerante, excluyente, etc. Desde
ese día no me habla y me eliminó de sus contactos.
Días más tarde iba yo deleitándome con ese rap urbano
con mensaje que se puede disfrutar en algunos trayectos en bus, cuando me sonó
el celular. Lo único que atiné a decir (a grito herido eso sí, porque la música
no me dejaba escuchar), fue que regresaría después la llamada, pues había un
ruido espantoso allí y no oía nada. El cantante calló de inmediato, pero sin
atenuar la música de su parlante, me gritó que él estaba trabajando, buscando
algo para llevar de comer a su casa y que su arte no era ruido sino un género
alterno; los demás viajeros entraron en un estado de excitación solidaria y se
convirtieron en una turba que en medio de una silbatina ensordecedora me
gritaba cosas como ignorante, levantado, clasista, elitista, intolerante, etc.
Si no logro descender precipitadamente en la siguiente parada, no estaría
contando el cuento.
A salvo de los peligros del transporte público, iba al
día siguiente en mi automóvil. cuando en una parada de semáforo, un activo
emprendedor roció el cristal delantero con una dudosa mezcla, supuestamente
limpiadora. Cuando le indiqué que no precisaba de sus servicios pues mi
vehículo estaba limpio, me incriminó con alusiones a enfermedades y
deformidades de toda índole, recordándome entre otras cosas su derecho a la
inclusión, que él no estaba haciéndole daño a nadie y que yo debía darle las
gracias porque no me estaba atracando ni chuzando con objeto cortopunzante
alguno y que lo que tiene así a este país es la intolerancia de sujetos como
yo.
Esa noche, cuando llegué a estacionar mi vehículo,
encontré que un vecino deportista había dejado su bicicleta recostada frente a
su carro, pero obstruyendo el acceso del mío. Debí entonces bajarme y mover el
vehículo de tracción animal a un costado para poder estacionarme. Al día
siguiente mi vecino fue energúmeno a mi apartamento para recordarme que este es
un país libre, que él estaba haciendo uso de su espacio y podía dejar su
bicicleta donde le diera la gana y que, si yo no había hecho el curso debido de
conducción, sino que me había encontrado la licencia entre una caja de cereal,
era asunto mío y él no tenía la culpa, que no fuera igualado, que me diera mi
lugar y que respetara, que es por cosas así, por la falta de tolerancia, que la
gente aparece inerte entre una zanja y con el rostro cundido de insectos.
Y, otro día, mientras hacía fila en el banco, vi pasar a
un ejemplar de cuatro patas, del tamaño de una rata de granero, con buzo, gorro
y patines de lana, halado por un señor de 1,80 m de estatura. Se me ocurrió
comentarle a alguien que iba también en la fila, lo espantosamente frondio que
se ve un animal asi. Ahora pienso que el hombre debe ser fabricante de
este tipo de prendas, pues me salió con una cátedra sobre tolerancia, igualdad,
amor y respeto por esos seres sintientes y que son los miembros cuadrúpedos de
la familia, del todo importantes para asegurar el bienestar de sus allegados.
Varios de los presentes en la fila apoyaron las ideas del fulano, agregaron
argumentos sobre la inteligencia animal (mientras más conozco al hombre más
quiero a mi perro, sentenció un aparecido) y me invitaron reiteradamente a
querer a los animales. Finalmente, la cajera me atendió de mala gana, la
subgerente me miraba echando chispas desde su escritorio y el portero, estoy
seguro, estuvo tentado de hacerme una zancadilla cuando, con el rabo entre las
piernas, salí de ese lugar.
Parafraseando a Stalin, abusamos
de los animales porque se dejan hacer de todo sin protestar y mientras les
demos comida, nos siguen batiendo la cola. Y sí, definitivamente es necesaria
la atención sicológica para poder sobrellevar las múltiples incongruencias de
esta sociedad, que valora más el desatino que el sentido común y condena a
quienes pretendemos llamar a las cosas por su nombre y actuar consecuentemente.