14 de septiembre de 2018

Paté de pato

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Antes de echarle muela piense quién paga el pato

Al disfrutar una comida, generalmente no se tiene en cuenta que la mayoría de los alimentos de hoy en día fueron originados en un delicioso accidente.

Por ejemplo, no se recuerda que un pastor de Etiopía vio unas cabras medio enloquecidas luego de ingerir unas pepas rojas, así que decidió probarlas él mismo. Como eran un tanto gordas prefirió macerarlas antes de metérselas a la boca, pero se le quedaron olvidadas al sol, por lo cual se tostaron. Luego, se puso a mojarlas, a olerlas y a saborearlas y así nació el café.

Algo similar debió ocurrirle a algún chamán en Jamaica con el cannabis y a otro en China con el opio. Leyendas parecidas se cuentan del caviar, la carne oriada, el vino, la cerveza y muchos otros manjares que se sirven en la casa, en el restaurante o en el bar. Y que, curiosamente, fueron casi siempre de creación, dominio y monopolio de los religiosos.

Un tanto más complejo resulta imaginar cómo fue que por accidente un desocupado sacerdote de una lejana aldea, quien se revolcaba en un campo de espigas con unas aldeanas, resultó echándose algunas al pico, pero luego optó por macerarlas, mojarlas, amasarlas, echarles un huevito y calentarlas en un horno, con lo que las convirtió en un pan.

Pero es difícil creer que haya sido solo por azar que un audaz sibarita del imperio romano (senador, de seguro) se hubiera decidido a engordar a las malas (porque casi siempre se engorda a las buenas) a un pato. Y que, luego de estrangular y despresar al pobre animal, al encontrarse con un hígado inflamado y lleno de grasa, se hubiese decidido a restregarlo con un exótico menjurje de hierbas y (de nuevo) macerarlo y amasarlo, pero para untárselo al pan de las amigas del sacerdote.

Lo que sí es claro es que hubo total premeditación, alevosía y ventaja en contra del pato, al parecer debido a la relación del noble con una cortesana, quien al principio lucía muy esbelta y lujuriosa, pero después de algunos meses de anquilosamiento, ya bastante repuestica ella, se convirtió en una especie de masa grasienta ambulante, cual hígado de pato. El señor encontraba cada vez más rica a su gorda con cada nuevo pliegue que le descubría y decidido a llevar su placer al máximo nivel posible, un día se la comió.

Luego razonó que, si la gorda le había sabido rico, el pato (animal de caza preferido por aquella época), le iba a saber aún mejor. El único inconveniente era que, como en el reino animal no existe la gula (es una particularidad humana), al pato había que forzarlo, mediante una manguera humedecida, para que tragara más de la cuenta y engordara de forma desmedida. Esto dio lugar a la práctica sadoculinaria que permite aún hoy disfrutar de este exclusivo y costoso manjar y explica por qué los patos suelen migrar muy lejos, a donde esperan que no haya humanos tan exquisitos.

Aún es un misterio cómo se llegó a determinar que el hígado del pato es para untar mientras que, con los otros órganos internos, cuando mucho se hace un caldo y con el resto un sudado, sancocho o frituro. Por qué no hay paté de molleja, cerebro, corazón o rabadilla de pato es algo aún escondido entre los misterios de las ciencias culinarias. O, probablemente son variedades destinadas a convertirse en ingeniosas innovaciones de algún gurú de la moderna cocina gourmet, de esos que ya no preparan platos para comer sino sofisticadas experiencias gastronómicas en las cuales el gusto es solo un sentido y es al que menos se pretende explotar.



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