14 de agosto de 2018

El diente cayente

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De que se cae, se cae

Si algo representa la imperfección humana, son los dientes. Tanto, que son la única parte del cuerpo que tiene un ensayo previo, un molde de mentiras antes del verdadero.

Quizás eso explique que, aunque tales piezas están entre los componentes más duros del cuerpo, irónicamente son su mayor debilidad: mientras que todas las células se renuevan y se regeneran por sí solas, esta habilidad está negada para ellos. Pareciera que los dientes del hombre provinieran de una mala madre que, de mala leche, sólo deja que haya una generación adulta y ya.

Son tan miserables esos dientes que, aunque son parte del organismo más complejo del planeta, pueden condenar a su dueño a morir como el pez, por su boca, a manos de una sencilla y diminuta bacteria que lo único que tiene es un millón de amigos (y, bueno, sus armas de destrucción celular masiva).

Y, por muy fuertes que sean, son las partes que con mayor frecuencia y sin razones evidentes ni catastróficas se deterioran y se pierden sin remedio. Entonces, la profusión de vasos y nervios que los irriga pareciera tener como único fin, producir mucho dolor cuando se enfermen, cuando se monten, cuando se astillen y cuando se salgan o los saquen. Algo así como un equipo de tortura autogestionado.

Como queda dicho, los dientes no se regeneran. Si la muela o el diente se muere, pues se sale solo o hay que sacarlo rápido, pero no habrá otro que lo reemplace. Y al quedar ese hueco, ahí sin nada, su antagonista también sucumbirá. Como si en la telenovela, al morir la mala, tuviera que morir también la buena, para compensar.

El hombre pues, tiene a su órgano menos comprendido y más temido, en los dientes. A los de leche no se atreve a ponerlos a procesar un chicharrón ni un hueso de marrano y las sólidas muelas del juicio solo le llegan para hacerle burling a las que ya están ahí, montándoseles, empujándolas, enquistándose rebeldemente en el hueso y en general, produciendo sólo dolorosos desastres.

Por todo lo anterior, el hombre se ha inventado para los dientes, como para ninguna otra parte de su cuerpo, especialistas para cada cara, para su interior, para sus alrededores, para lo que les atañe y para lo que les es conexo. Es decir, que, además de ser una fuente permanente de martirio, han llevado a producir todo un grupo de versados, que sin ninguna modestia cobran una fortuna por eliminar cada molestia, normalmente con refinados instrumentos de tormento que, en el proceso de sanación, producen dolores, angustias y terror sin parangón.

Como resultado, a través de la historia se han propuesto soluciones diversas que van desde tratamientos para preservar, proteger o reemplazar los dientes, hasta otras más extremas como modificar los alimentos para que no haya que usar los dientes (la dieta blanda, que llaman), aplicar bactericidas que lastimosamente suelen fracasar cuando se llega al 69 o métodos de crecimiento a partir de células madre, para resolver el asunto de que madre no hay sino una.

Paradójicamente, cuando alguien muere, su carta dental sirve para establecer sin ninguna duda que ese es el muerto. Ahí ya no importan ni el tiempo, ni la edad, ni lo que le suceda al difunto. Es decir que, al morir, los dientes no se deterioran por ninguna causa y ahí sí son eternos, mire usted.

Los dientes (y sus pares, las muelas, para morder lo de la inclusión) se convierten entonces, en la materialización de paradigmas como el sostén para los débiles, el regeneramiento de los caídos, la búsqueda de la perfección, la vida eterna y el ajuste de los defectos que afectan cada rato a cada ser humano.



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