13 de julio de 2018

Las hormonas de las hermanas

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De la mica a la biotecnología

La gonadotropina coriónica humana (HCG) es una hormona, gracias a la cual los órganos precisos de la mujer se preparan para que su embarazo transcurra en forma exitosa. Curiosamente, se produce también cuando ellas llegan a la menopausia, tal vez porque el organismo considera que esta es una situación embarazosa que él debe atender o que, aun cuando ellas ya no vayan a procrear, se deben mantener altos esos niveles hormonales, con el fin de que no pierdan su carácter ni sus jaquecas. Las consecuencias son de todos conocidas.

El punto es que cierto científico italiano desarrolló a mediados del Siglo XX, un medicamento a base de gonadotropina, con el fin de combatir la infertilidad. Pero, su gran dificultad era obtener cantidades adecuadas de la hormona pura, pues si bien esta se encuentra en muy altas concentraciones en la orina de las mujeres embarazadas, es casi imposible separarla de otras hormonas que también son liberadas durante la preñez.

Como necesitaba una fuente “limpia” de la hormona, tuvo la brillante idea de recolectar, como materia prima de máxima pureza, la orina de las monjas, la cual suponía él que encontraría libre de contaminantes, tanto materiales como espirituales, es decir, a salvo de cualquier embarazo.

Montó entonces en los conventos de Italia, todo un sistema de recolección y transporte del líquido biológico, con el aval del sumo pontífice de la época, quien les ordenó a sus fieles servidoras que depositaran sus micciones en unos recipientes que en las noches les dejaban junto a sus camas (las de ellas) los diáconos.

Infortunadamente, este método de recolección presentó serios tropiezos porque no solo los diáconos, sino a veces los seminaristas y con frecuencia el párroco asignado, se ofrecían a colocarles a las monjas sus vasijas, pero al instalarles sus receptáculos terminaban contaminándolo todo. El máximo prelado (tío abuelo del industrioso genio) prohibió entonces el acceso de varón cualquiera a los dormitorios monacales y los potes de cada sor, debidamente marcados, fueron guardados en unos arcones, trasladados y dispuestos con discreción en los baños comunales, adonde acudían las reverendas a emitir su contribución.

Cada mañana, al salir el sol, un camión de la compañía farmacéutica recogía los frasquitos de cada convento y los llevaba a la planta de producción, donde eran clasificados (algunos se descartaban si la reputación de la donante los precedía), aunados y procesados para extraer la impoluta hormona y convertirla en pastillitas, libres de colores, olores y sabores que hubieran impedido que alguna paciente las ingiriera.

Resulta sor-prendente el hecho de que entre las mujeres que consumían el medicamento inicial (que claramente no servía en sus comienzos para los fines propuestos, pues el ilustre farmaceuta nunca logró obtener la hormona con el grado de pureza requerido), éste era conocido, no como la “pastilla de la fertilidad” sino como la “pastilla de la felicidad” porque con ella les hacían creer a sus maridos que sí servían, tanto ellos como las pastillas y que lo del tinieblo era pura envidia y chismes de las congéneres.

Más sorprendente resulta saber que, si bien hasta ahora se viene a conocer la procedencia de la famosa pastilla, luego de trabajar durante más de 50 años con este método y su materia prima tan barata, finalmente se ideó una técnica para elaborar una hormona sintética y desde entonces el método empezó a funcionar verdaderamente.

El curioso sabio, que se había hecho millonario ya, vendiéndoles durante todo ese tiempo un placebo a miles de clientes ansiosas, llegó a ocupar un puesto importante en el escalafón de Forbes con su hormona sintética, de mucho mayor precio.

Aunque nunca se puso a indagar las razones por las cuales no le funcionó su pastillita, fabricada a partir de líquidos humanos (de todas formas, ya era millonario), sí dejó como legado claro para las futuras generaciones que es más rentable fabricar que recolectar, pero asegurándose de las fuentes de suministro, para no confundir lo que sale con lo que entra.



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