Como iba a recibir unos dólares del exterior, me dirigí a mi banco y pedí hablar con el gerente de la oficina. No pensaba realizar una transacción de tal envergadura con un segundón de la entidad. ¡Ni pensarlo!
Los bancos están empeñados en que ningún cliente se acerque a sus oficinas, así que no había ningún turno en espera y fui atendido sin demora. Una vez que el gerente se enteró del monto de mi transacción, me pasó un formulario para el registro de divisas, hizo hincapié en que debía entregar las dos hojas completamente diligenciadas en todos los campos, excepto los valores de moneda extranjera y moneda nacional, sin ningún tipo de tachón ni enmendadura y que la información debía ser veraz y demostrable. Me explicó que el día cuando fuera a hacer efectiva la transacción, debería ir personalmente, ya que la tasa es negociada a la fecha, en la mesa de dinero.
A partir de ese instante empecé a diseñar mi estrategia para enfrentar la negociación con los tigres de la tal mesa de dinero. Me imaginé entonces una larga mesa de juntas y en un extremo a tres o cuatro millennials, con computador, internet y bases de datos del mercado financiero internacional en mano, con montañas de dinero sobre ella y yo en el otro extremo, solitario y a merced de tales fieras, que ofrecerían tasas de cambio ridículas para favorecer al banco.
Con lo que estaba seguro de que ellos no contaban era con que yo he sido un excelente negociador toda mi vida y, puesto que no era la primera vez que tenía que enfrentar una situación desventajosa en cuanto a posición, poder y riqueza, estaba dispuesto a dar mi pelea. ¡Sí señor!
El primer punto era la apariencia. Un factor de éxito fundamental en un caso así es no dar pie a que la otra parte se imagine que está frente a un pobretón de quien se puede abusar y al que van a manosear a placer, así que fui a una tienda de marca y me compré un traje gris oscuro, muy sobrio, con camisa blanca (el blanco es el único color elegante para una camisa, le oí decir una vez a un personal shopper en televisión) y agregué, como detalle decisivo una corbata de color rojo intenso, que simboliza poder, templanza y solidez, además de que contrastaba muy bien. No me alcanzó para los zapatos, así que mandé a embolar los que tenía, que quedaron como nuevos.
Entretanto, fui definiendo mi plan de acción (eso era esencial) para enfrentar a tamaña jauría financiera. Una negociación efectiva es aquella que se aleja de las posiciones y se centra en los objetivos. Debía sacarlos de un valor fijo predeterminado, que de seguro iban a presentar de entrada y llevarlos a una situación donde yo pudiera tener opciones que los tomaran a ellos por sorpresa y asegurara condiciones más favorables para mí.
Una desventaja era el monto, que parecería muy bajo para los intereses de cualquier banco, así que mi argumento estrella se basaba en que esta, por ahora mínima, sería una operación recurrente, lo cual la convertía en muy atractiva para ellos: “esto va a pasar todos los meses de aquí en adelante” (una mentira piadosa que, dicha con la fortaleza y la convicción necesarias, se convertiría en una verdad absoluta).
Sin embargo, para que lo del monto no fuera la piedra angular de una discusión estéril, el segundo argumento a utilizar era que como se trataba de una inversión en un proyecto a largo plazo, a medida que el negocio fuera creciendo, el monto lo iba a hacer también y la expectativa era que al cabo de dos o tres años la cifra inicial se debía al menos triplicar (esta mentira era mucho más piadosa que la anterior, casi canonizable, pero se podía defender sin pestañear, ya que el cruzado que estaba al frente de esta causa era un experimentado negociador: yo).
Mi plan concluía con un punto decisivo para rematarlos: la estocada final. Debían ser conscientes de la desmedida y cada vez más agresiva competencia que los acosa y que ofrece condiciones de negociación, siempre audaces y atractivas. A pesar de ello, mi trayectoria con su banco y el nivel de servicio y respaldo con los que siempre me han atendido, me llevaban a considerarlos no como la única, pero sí como mi primera opción, claro, si podíamos acordar una tasa que fuera, como mínimo, igual a la TRM más cinco puntos. Con eso les dejaría explícito mi objetivo, para que no hubiera lugar a dudas.
El día de la operación, me miré al espejo antes de salir hacia el banco y sonreí satisfecho: Me sentí como una especie de James Bond financiero, que entraría a esa oficina vestido elegantemente, pero armado hasta los dientes. Una vez allí, pregunté por el gerente, pero en esta ocasión me remitieron al subgerente, quien, me dijeron, era el encargado de esos asuntos. El hombre, un poco hosco (“este ha de ser el comandante de los millennials”, pensé yo), me hizo una seña para que lo esperara y se puso a hablar por teléfono, (“les da instrucciones a sus secuaces: “la presa ya está a la vista” y les dice cómo ubicarse y donde acomodar los fajos”, imaginaba yo). No pude ocultar una sonrisa. ¡Vaya sorpresa, la que les esperaba!
Al cabo de unos quince minutos, me hizo seguir a su pequeño cubículo. Yo pensé que se iba a levantar y a invitarme a seguirlo a un búnker ubicado en la parte de atrás, donde estaría su comando de sicarios villanos monetarios, prestos a disparar sus ráfagas sobre mí.
Pero no, ni siquiera se paró, ni me invitó a sentarme. Solo me pidió el formulario con una seña, tomó un esfero y me dijo secamente: “Esta es la tasa para hoy; ¿quiere tomarla o prefiere volver el lunes?” Yo alcancé a balbucear alguno de mis argumentos, pero el tipo repitió la frase en un tono más alto, más seco y agregó una mirada bastante intimidatoria.
“Sí, la tomo”, dije con pena hacia mí mismo y hacia el grupo de seguidores que, como en una final en el estadio de Wembley, me hacían barra en mi mente. El otro escribió el número, hizo la conversión en su calculadora y devolviéndome el papel dijo: “Pase a cualquier caja”.
Si bien esta ha sido la negociación más rápida de mi vida, me quedó el sinsabor de que nunca conocí la tan afamada mesa.