Del terror a la gloria en un sorbo de vino
El personaje eligió un restaurante, discreto y elegante, muy exclusivo y excluyente, o sea, visitado por muy pocos y selectos clientes. Y, claro, muy costoso. Así que, con solo llegar al lugar, empezó mi suplicio.
Puesto que no uso tarjetas de ninguna clase, acudí aprovisionado con un presupuesto en efectivo que consideré de sobra apropiado para cubrir una cena convencional para dos personas, con algo de licor incluido.
Con lo que no contaba era con que el personaje llegara acompañado de una bella chica, forrada en un corto y estrecho traje, hombros afuera, casi una bufanda, mucho más joven y atractiva que él y a quien obviamente presentó como su asistente, su mano derecha, su ángel guardián.
Al momento de ordenar, la diva dijo que tomáramos vino. Mi invitado se mostró insatisfecho con la carta, así que solicitó la presencia del sommelier, quien apareció muy atento y diligente y nos ofreció un fabuloso español gran reserva, fuera de concurso (y fuera de mi presupuesto, pensé yo).
El vinillo sí debía estar muy bueno, a juzgar por el gesto de delectación que compartían ellos (a mí solo me sabía a billetes que se escapaban sorbo a sorbo). La diosa tomaba como si fuera agua, agotando su copa en segundos, la cual era diligentemente escanciada por el atento mesero. A la quinta copa ingerida de ese modo, alcancé a pensar que iba a tomar la botella y beber a pico y se me vino a la memoria la película Garganta Profunda, así que (todo lo contrario de la película) busqué hacerla hablar, a ver si paraba de beber.
Al parecer a mi invitado no le hizo gracia el asunto de la charla, pues nos interrumpió y propuso que ordenáramos la cena, pero luego de explorar la carta, hizo llamar al chef y con aire erudito y gran sobradez le espetó:
- Sorpréndanos con una selección de
su exquisitez culinaria: vamos a probar diversos platos, pero los iremos
compartiendo entre nosotros y cuando ya estemos satisfechos, paramos.
La sonrisa diabólica con la cual se retiró el chef, me hizo imaginar cómo se frotaba las manos el administrador del establecimiento y un sudor frío me recorrió todo el cuerpo. Me sacó de este ahogo el arribo de la segunda botella de vino.
Después, se cambiaron los papeles: el señor devoraba cada plato como si fuera lo último que se iba a comer en su vida (ni siquiera miraba a la princesa) y Miss Universo y yo nos limitábamos a mirarlo, ella dulcemente, entornando los ojos y mordiendo su labio inferior y yo aterrorizado.
La sonrisa diabólica con la cual se retiró el chef, me hizo imaginar cómo se frotaba las manos el administrador del establecimiento y un sudor frío me recorrió todo el cuerpo. Me sacó de este ahogo el arribo de la segunda botella de vino.
Después, se cambiaron los papeles: el señor devoraba cada plato como si fuera lo último que se iba a comer en su vida (ni siquiera miraba a la princesa) y Miss Universo y yo nos limitábamos a mirarlo, ella dulcemente, entornando los ojos y mordiendo su labio inferior y yo aterrorizado.
El cerebro se me
iba bloqueando a medida que yo estimaba que el precio de cada plato doblaría el
de las botellas, pero mi subconsciente o tal vez mi instinto de conservación
logró armar mi defensa poniendo al tipo a hablar (según era el propósito de la
reunión).
La táctica funcionó
con el hombre, quien luego de ensalzar y engullir los excelsos, inigualables y
refinados manjares, paró de comer y se sentó en la palabra. La muñeca al parecer
había asistido ya a varias disertaciones de su mentor, pues se mantuvo pegada a
la botella como náufrago a una tabla, sin musitar palabra.
Cuando al fin
llegamos al punto de los dolorosos, los gloriosos ya sumaban seis platos y los gozosos
cuatro botellas de vino. A la tipa casi se le derramaba el español por las
pupilas, el jefe quería reemplazar al español y yo, que aún daba diminutos
sorbos a mi primera copa y casi no había probado bocado, no tenía ni idea de
cómo iba a salir de esta. Mientras llegaba la cuenta, me retiré al baño a
meditar.
Pensé en ofrecer
dejar el reloj como garantía, tal y como hacía en mi juventud, en el billar de
la esquina, pero eso solo produciría risa y me dañaría cualquier negociación
con el restaurante, con mi cliente y seguramente, con el gremio. Luego de diez
eternos minutos, sequé una furtiva lágrima y concluí que mi única opción
aceptable era hablar discretamente con el administrador para decirle que había
dejado mi tarjeta de crédito y que no traía efectivo suficiente (eso era más
que cierto) y conseguir un crédito hasta el día siguiente.
Al regresar encontré
una escena dantesca: Mi invitado había convulsionado y estaba siendo rescatado
de un lago de excretas por dos paramédicos que lo acomodaban, desmayado, en una
camilla, pues al parecer la mezcla y/o el exceso de escargots, almejas, salsa
curry, queso azul, pato canadiense y demás, le habían producido un raro
síncope. La muñeca, convertida ahora en zunga. le solicitaba con voz dulce y
cariñosa al sommelier que trajera otra
botella y se la tomara con ella. Cuando me vio, sonrió (un tanto extraviada) y
me dijo que pensaba que yo me había escapado por una ventana, como había hecho
un competidor mío un mes atrás; ordenó que me llamaran un taxi y me explicó que
ella ya había pagado con la tarjeta de crédito de su jefe, que me fuera tranquilo.
No me atreví a preguntar qué porcentaje del PIB se había quedado en la registradora,
pero si le di los agradecimientos a la hebrea, deseándole una pronta recuperación
a su señor y el mejor de los finales para su aún joven noche.
Ayudé a meter al
hombre en una ambulancia, dejé a la vagabunda en el lugar y me derrumbé, con la
úlcera desgarrándome el esófago y alcanzando la epiglotis, en un taxi que me
dejó en mi casa, aún despavorido y con hambre, pero con mi bolsillo intacto.
Ahora sólo hago
negocios en las mañanas, antes de las diez, sazonados con una buena taza de
café, simplemente.
Jajajajajajaja ' casi se le derramaba el español por las pupilas' muy bueno!!
Jajajaja...paso de la angustia al llanto....
Buena historia.
Gracias, Efrén... Una que otra vez, que le atinemos....