5 de abril de 2018

almorzando con un perro

,

Cuando no alcanza ni para la etiqueta


La situación económica está cada vez más apretada. Tanto, que comer en la calle se ha vuelto un lujo reservado para una selecta minoría. Ya ni el corrientazo, pues lo corriente es ver empleados de clase media, cual estudiantes de colegio con sus loncheras, donde llevan alimentos, nutritivos eso sí, pero de bajo costo, como ensaladas de hojas (lechuga, repollo y espinaca) o de remolacha con zanahoria, arroz (siempre), papas o cubios sudados (a veces), pollo sudado (rara vez) o, en cambio, una sopa de menudencias o un huevo duro y un jugo de tomate de árbol o de guayaba (sin azúcar, porque hay que cuidar la línea) o la difundida limonada con panela.

Pero, por mucho que se intente variar el menú, con este tipo de componentes cualquiera termina por aburrirse, dando lugar a ingeniosas salidas, como la que transcribimos acá, según nos la contaron, con la intención de que sirva de ejemplo (o de escarmiento, según se mire):

El otro día le propuse a una compañera de la oficina que nos diéramos un gustico y saliéramos a almorzar al día siguiente. A la americana eso sí, porque como “el palo no está pa’ cucharas y el fin de mes todavía está lejos y andamos en rines ambos”, tocaba sin cortesías ni galanterías (que además no vienen al caso, pues tengo claro que no va a dar nada). Acordamos entonces que ninguno traería coquita y que saldríamos a aventurar por los establecimientos del vecindario en búsqueda de algo diferente para el almuerzo.

Al día siguiente, luego de reservar lo correspondiente para el transporte de regreso a casa (corriendo el riesgo de sufrir algún imprevisto como que el bus se accidentara o se varara, cosa muy probable cuando uno no tiene para el otro bus), hicimos un arqueo de fondos y descubrimos que nuestra situación financiera conjunta era peor de lo previsto.

Alcanzamos a pensar en abortar el plan, pero no fue posible, pues eso implicaba un ayuno forzado. Gastarnos lo del bus fue otra alternativa, pero los dos vivimos lejos de la oficina y, además, en direcciones opuestas, así que no aguantaba echar infantería y no podíamos pensar en el plan de irnos de peripatetismo. Nada qué hacer: a buscar qué comer con dos mil quinientos pesos, para los dos.

Después de mirar, con ansiedad de náufrago, los diversos negocios (de mala y de muy mala muerte, con sus respectivos mobiliarios y olores) que cunden por el vecindario, vimos que la única opción viable era un puesto de perros callejero que se ajustaba al presupuesto (un perro, claro) e incluía una bebida en vaso desechable. Además, aunque teníamos que comer de pie y estar así expuestos a las miradas de los transeúntes (incluso algún posible conocido o compañero de trabajo) esto le daba al asunto un cierto toque de aventura. Y, pues, más americano para dónde.

El momento de elegir los ingredientes se convirtió en una ocasión para conocernos mejor y descubrir lo que tenemos en común y lo que no. Así supimos que ella odia las salsas porque la engordan (pero la de piña dizque no la engorda) y la cebolla, porque le deja el aliento maltrecho hasta cuando llegue a su casa a cepillarse los dientes. Yo detesto las papas en fósforo porque al primer mordisco se desparraman por todos lados haciendo que uno se unte todo de salsas. No me gusta el huevo duro, porque el huevito es para el desayuno y a mí me gusta blandito, para que la yema se desparrame sobre la arepa. En cambio, me encantan los jalapeños, los pepinillos y el queso, que ella no soporta.

La propuesta de hacer dos medios perros con los ingredientes particulares del gusto de cada uno, no fue para nada del agrado del negro que nos atendía, quien, muy malhumorado, sentenció: “yo les preparo el perro y ustedes divídanlo como quieran”. Ni siquiera accedió a darnos otra servilleta ni dos vasos desechables ni, mucho menos, dos cartoncitos porta-perro porque “el patrón tiene todo eso contado”.

Optamos por dividir salomónicamente el alimento: para ella, la salchicha, con las papas, el huevito y su salsa de piña, todo en caja y para mí el pan tajado con jalapeños, pepinillos, cebolla y las otras salsas, al gusto. Aunque me manché la camisa hasta el cuello y la corbata (que terminamos usando de servilleta para los dos, lo cual tuvo su nota medio romántica), al final, cada uno tuvo lo suyo y ahí pudimos almorzar, alternándonos el vaso con la bebida hasta que ella descubrió algunos submarinos y me la dejó casi toda a mí.

Desde ese día, extrañamente, la chica no me recibe ni un tinto y no volvió a salir conmigo ni siquiera a coger el bus. A mí, me va interesando cada vez menos la carne y más eso de la dieta vegana.

Muy grande fue nuestra sorpresa cuando vino una amiga nuestra a contarnos una historia que le aconteció, con un compañero de trabajo, quien luego vinimos a descubrir que es un tipo de Cúcuta que conocemos. Acá transcribimos un resumen, omitiendo los detalles, de lo que nos dijo ella:

El otro día, un muchacho de la oficina me invitó a almorzar al día siguiente, por lo que acordamos que ninguno llevaría su acostumbrado almuerzo en coquita. Yo estaba emocionada porque el tipo, pues sí me llamaba la atención, pero ¡nunca pensé que me fuera a salir con semejante patanada!

Cuando ya estábamos en la calle me resultó con que la salida era a la americana, que yo cuánto iba a poner para el almuerzo. ¡Qué tal el atrevido! Le dije que no tenía sino lo de mi transporte de regreso y que, si él no tenía, ¿por qué me invitaba? Se rebuscó por todos lados y me salió con que no tenía sino dos mil quinientos pesos. En ese momento, invadida por la furia, quise devolverme y dejarlo ahí con su miseria, pero de pronto decidí que era mejor darle una lección al mugroso ese y le dije entonces que me comprara un perro, de esos de la calle, para humillarlo al máximo (además de la rabia, también me moría de hambre).

El tipo aceptó sin reparos, pero cuando yo quise escoger los ingredientes de mi perro, él empezó a meter la cucharada y a decir que le pusieran picante, pepinillos, queso, salsas y de todas esas porquerías que engordan y que maltratan el aliento. Cuando entendí que lo que quería el guache ese era compartir mi almuerzo, me negué rotundamente. Pero una vez estuvo preparado y viéndole la cara de hambriento, me pudo el corazón: me quedé solo con la maltrecha salchicha en la cajita y con la piña (que me encanta) y le di el pan al iguazo ese para que lo organizara como se le antojara.

El muy tarado seguía conversando feliz, como si no hubiera pasado nada raro, pero yo sólo pensaba en la pena que me daría si me viera alguien conocido, en esas y con ese, que, además, en la repartición del dichoso perro y como quería sus mugres salsas, se untó la camisa, la corbata (que luego usó de servilleta) y hasta el pelo.

A estas alturas ya hasta se me había quitado el hambre. Pero, para colmo, cuando quise tomar un sorbo de gaseosa, la encontré llena de porquerías que el baboso ese había dejado en el vaso, como si fuera un enjuague bucal. ¡¡Qué asco!!!

Ahora el imbécil me busca a cada rato, ofreciéndome tinto y empanadas, pero no quiero ni determinarlo. Esa clase de guachadas no se le hacen a una mujer y ¡menos cuando se está en plan de conquista!

Qué difícil es tener contento a todo el mundo…

1 comentários:

  • 11 de abril de 2018, 12:12 a.m.
    Unknown says:

    Buenísimo

Publicar un comentario

Si quiere comentar este artículo escribalo en la casilla siguiente. Para que le podamos contestar, por favor incluya su nombre seleccionando comentar como y nombre/url. Seleccione luego publicar.

 

Pídase la otra Copyright © 2011 -- Template created by O Pregador -- Powered by Blogger Templates