Cuando no alcanza ni para la etiqueta
La situación económica está cada vez más apretada. Tanto, que comer
en la calle se ha vuelto un lujo reservado para una selecta minoría. Ya ni el
corrientazo, pues lo corriente es ver empleados de clase media, cual
estudiantes de colegio con sus loncheras, donde llevan alimentos, nutritivos eso
sí, pero de bajo costo, como ensaladas de hojas (lechuga, repollo y espinaca) o
de remolacha con zanahoria, arroz (siempre), papas o cubios sudados (a veces),
pollo sudado (rara vez) o, en cambio, una sopa de menudencias o un huevo duro y
un jugo de tomate de árbol o de guayaba (sin azúcar, porque hay que cuidar la
línea) o la difundida limonada con panela.
Pero, por mucho que se intente variar el menú, con este tipo de
componentes cualquiera termina por aburrirse, dando lugar a ingeniosas salidas,
como la que transcribimos acá, según nos la contaron, con la intención de que
sirva de ejemplo (o de escarmiento, según se mire):
El otro día le propuse a
una compañera de la oficina que nos diéramos un gustico y saliéramos a almorzar
al día siguiente. A la americana eso sí, porque como “el palo no está pa’ cucharas y el fin de mes todavía está lejos y
andamos en rines ambos”, tocaba sin
cortesías ni galanterías (que además no vienen al caso, pues tengo claro que no
va a dar nada). Acordamos entonces que ninguno traería coquita y que saldríamos
a aventurar por los establecimientos del vecindario en búsqueda de algo
diferente para el almuerzo.
Al día siguiente, luego de
reservar lo correspondiente para el transporte de regreso a casa (corriendo el
riesgo de sufrir algún imprevisto como que el bus se accidentara o se varara,
cosa muy probable cuando uno no tiene para el otro bus), hicimos un arqueo de fondos
y descubrimos que nuestra situación financiera conjunta era peor de lo
previsto.
Alcanzamos a pensar en
abortar el plan, pero no fue posible, pues eso implicaba un ayuno forzado.
Gastarnos lo del bus fue otra alternativa, pero los dos vivimos lejos de la
oficina y, además, en direcciones opuestas, así que no aguantaba echar
infantería y no podíamos pensar en el plan de irnos de peripatetismo. Nada qué
hacer: a buscar qué comer con dos mil quinientos pesos, para los dos.
Después de mirar, con
ansiedad de náufrago, los diversos negocios (de mala y de muy mala muerte, con
sus respectivos mobiliarios y olores) que cunden por el vecindario, vimos que
la única opción viable era un puesto de perros callejero que se ajustaba al
presupuesto (un perro, claro) e incluía una bebida en vaso desechable. Además,
aunque teníamos que comer de pie y estar así expuestos a las miradas de los transeúntes
(incluso algún posible conocido o compañero de trabajo) esto le daba al asunto
un cierto toque de aventura. Y, pues, más americano para dónde.
El momento de elegir los
ingredientes se convirtió en una ocasión para conocernos mejor y descubrir lo
que tenemos en común y lo que no. Así supimos que ella odia las salsas porque
la engordan (pero la de piña dizque no la engorda) y la cebolla, porque le deja
el aliento maltrecho hasta cuando llegue a su casa a cepillarse los dientes. Yo
detesto las papas en fósforo porque al primer mordisco se desparraman por todos
lados haciendo que uno se unte todo de salsas. No me gusta el huevo duro,
porque el huevito es para el desayuno y a mí me gusta blandito, para que la
yema se desparrame sobre la arepa. En cambio, me encantan los jalapeños, los
pepinillos y el queso, que ella no soporta.
La propuesta de hacer dos
medios perros con los ingredientes particulares del gusto de cada uno, no fue
para nada del agrado del negro que nos atendía, quien, muy malhumorado,
sentenció: “yo les preparo el perro y ustedes divídanlo como quieran”. Ni
siquiera accedió a darnos otra servilleta ni dos vasos desechables ni, mucho
menos, dos cartoncitos porta-perro porque “el patrón tiene todo eso contado”.
Optamos por dividir
salomónicamente el alimento: para ella, la salchicha, con las papas, el huevito
y su salsa de piña, todo en caja y para mí el pan tajado con jalapeños, pepinillos,
cebolla y las otras salsas, al gusto. Aunque me manché la camisa hasta el
cuello y la corbata (que terminamos usando de servilleta para los dos, lo cual
tuvo su nota medio romántica), al final, cada uno tuvo lo suyo y ahí pudimos
almorzar, alternándonos el vaso con la bebida hasta que ella descubrió algunos
submarinos y me la dejó casi toda a mí.
Desde ese día, extrañamente,
la chica no me recibe ni un tinto y no volvió a salir conmigo ni siquiera a
coger el bus. A mí, me va interesando cada vez menos la carne y más eso de la
dieta vegana.
Muy grande fue nuestra sorpresa cuando vino una amiga nuestra a
contarnos una historia que le aconteció, con un compañero de trabajo, quien
luego vinimos a descubrir que es un tipo de Cúcuta que conocemos. Acá transcribimos
un resumen, omitiendo los detalles, de lo que nos dijo ella:
El
otro día, un muchacho de la oficina me invitó a almorzar al día siguiente, por
lo que acordamos que ninguno llevaría su acostumbrado almuerzo en coquita. Yo
estaba emocionada porque el tipo, pues sí me llamaba la atención, pero ¡nunca
pensé que me fuera a salir con semejante patanada!
Cuando
ya estábamos en la calle me resultó con que la salida era a la americana, que
yo cuánto iba a poner para el almuerzo. ¡Qué tal el atrevido! Le dije que no
tenía sino lo de mi transporte de regreso y que, si él no tenía, ¿por qué me
invitaba? Se rebuscó por todos lados y me salió con que no tenía sino dos mil
quinientos pesos. En ese momento, invadida por la furia, quise devolverme y
dejarlo ahí con su miseria, pero de pronto decidí que era mejor darle una
lección al mugroso ese y le dije entonces que me comprara un perro, de esos de
la calle, para humillarlo al máximo (además de la rabia, también me moría de
hambre).
El
tipo aceptó sin reparos, pero cuando yo quise escoger los ingredientes de mi
perro, él empezó a meter la cucharada y a decir que le pusieran picante,
pepinillos, queso, salsas y de todas esas porquerías que engordan y que
maltratan el aliento. Cuando entendí que lo que quería el guache ese era
compartir mi almuerzo, me negué rotundamente. Pero una vez estuvo preparado y
viéndole la cara de hambriento, me pudo el corazón: me quedé solo con la
maltrecha salchicha en la cajita y con la piña (que me encanta) y le di el pan
al iguazo ese para que lo organizara como se le antojara.
El
muy tarado seguía conversando feliz, como si no hubiera pasado nada raro, pero
yo sólo pensaba en la pena que me daría si me viera alguien conocido, en esas y
con ese, que, además, en la repartición del dichoso perro y como quería sus
mugres salsas, se untó la camisa, la corbata (que luego usó de servilleta) y hasta
el pelo.
A
estas alturas ya hasta se me había quitado el hambre. Pero, para colmo, cuando quise
tomar un sorbo de gaseosa, la encontré llena de porquerías que el baboso ese
había dejado en el vaso, como si fuera un enjuague bucal. ¡¡Qué asco!!!
Ahora
el imbécil me busca a cada rato, ofreciéndome tinto y empanadas, pero no quiero
ni determinarlo. Esa clase de guachadas no se le hacen a una mujer y ¡menos
cuando se está en plan de conquista!
Buenísimo