No nacer, no crecer,
reproducirse y no morir
Entonces descubrimos unos
seres más bien fundamentalistas, de los cuales no tenemos claro si son seres o qué
son. Su comportamiento se aparta por completo de los cánones convencionales de
la biología y se oponen a todas sus normas. En realidad, ni siquiera sabemos si
están vivos, latentes, inertes o cómo: sólo sabemos que están ahí y quizás solo
para amargarnos la existencia. Más que diminutos y menos que microscópicos, son
submicroscópicos, pues ni siquiera es posible verlos con un aparato óptico
convencional.
Están en todas partes,
infectan a todo tipo de animal o vegetal y hasta a otros de su misma categoría.
Incluso a las bacterias (estos son denominados bacteriófagos, término que no se
refiere, queda claro entonces, a quien se come a una bacterióloga). No los
vemos ni los sentimos ni los detectamos, sino que aparecen de repente y varios
de ellos han sido los causantes de las más grandes epidemias y pandemias de la
humanidad. Sin embargo, hay quienes los ubican como uno de los orígenes mismos
de la vida. Invisibles, omnipresentes, elusivos, peligrosos en extremo y hasta
invencibles. Son los virus.
No nacen. No tenemos claro su
origen, sólo que están ahí y quizás han estado ahí desde siempre, desde antes
que nosotros. Quizás, hasta sean el fruto de experimentos microbiológicos. No
comen. No crecen, pues en realidad son estructuras sin células, sin órganos,
sin conciencia. No tienen sexo. Así que no cambian de tamaño ni se reproducen,
pero sí mutan en silencio, de forma clandestina, aprendiendo, asociándose y
desasociándose y así logran despistarnos aún más y hacerse inmunes a nuestros
pobres intentos de detenerlos. Parecen islámicos.
Para reproducirse, no hacen
“sus cosas”, entre ellos, sino que subrepticiamente se brincan el sistema
inmune, ingresan de forma indebida a una célula del hospedero y violentan su
ADN. ¡Vaya inquilinos! No solamente se abstienen de pagar el arriendo, sino que
terminan, como corresponde a un buen parásito, adueñándose de toda la casa, del
vecindario y hasta de sus alrededores, porque quien se encuentre cerca, lleva
del bulto. Y mientras más cerca, más lleva.
Y finalmente, no mueren. Se
pasan de flor en flor, de bacteria en bacteria y de cuerpo en cuerpo y cuando
han logrado acabar con el huésped, simplemente se quedan ahí, lelos, silentes y
pasan inadvertidos, esperando un nuevo incauto (que entonces será infecto) para
arrancar otra vez su proceso de vida.
¿Cuál es el propósito de los
virus? ¿Cuáles son sus negras intenciones? ¿Qué buscan estos diminutos juegos
de fragmentos de moléculas que infectan a las células vivas? ¿Están aquí para
recordarnos que no somos nada? ¿Nos los habremos inventado nosotros mismos como
hicimos con los virus informáticos?
La desmitificación del
paradigma que decía que el instinto de supervivencia era el primero en la
escala de los instintos nos llegó por medio de los virus. El instinto básico de
cualquier especie no es el de supervivencia, sino el de conservación de la
especie, tal vez lo único que hace un espécimen de cualquier especie por los de
su misma especie. Esto explica por qué el esposo de la viuda negra se empecina
en tener sexo con ella a sabiendas de que, luego del acto amoroso, ella lo va a
matar. Algunas especies de escorpiones clavan y adormecen a la hembra para que
no los mate y en el caso de algunas mantis, el macho espera ver que ella está
comiendo para caerle por detrás y cogerla ocupada. Tácticas todas que parecen
ser de uso común también entre algunos humanos, que además añaden apagar la
luz, salir corriendo, cogerla dormida, buscar otra hembra menos agresiva o,
incluso, caerle mejor a otro macho.
El virus no se come a nadie.
Su único propósito parece ser la preservación de la especie, lo que develaría
sus negras intenciones. Su método es infectar a un pobre hospedero hasta
acabarlo, lo cual podría responder a “lo que buscan”. Obviamente, el que un
organismo insignificante sea capaz de exterminar al más complejo y poderoso ser
que hay sobre la tierra nos abofetea el orgullo y nos aterriza en la realidad
de nuestra infinita debilidad.
Pero hay algo que compartimos
con este singular tipo de seres: somos el virus de este planeta. Buscamos,
infectamos y acabamos con todo tipo de plantas y animales, destruimos ríos y
montañas, el suelo, el subsuelo y el cielo. Como los virus, no tenemos un
propósito claro para ello y somos capaces de acabar con nuestra propia especie
si las circunstancias lo permiten, si amanecimos de mal humor, si nos gustó
algo que tiene el vecino, si no nos gustó algo que nos dijeron o simplemente,
si nos dan el ladito para hacerlo. Y así.
Pareciera entonces que los
virus, vistos desde otra perspectiva, son un sistema de defensa de la naturaleza
para protegerse de los invasores que quieren hacerla desaparecer y están aquí
para evitar que acabemos con el paraíso en el que nos dieron vida.
Los virus. Natura tiene en su
inventario millones de virus por cada ser humano. Solo que, infortunadamente
(para ella), no encuentra aún el que nos logre diezmar o, aunque sea, nuevemar
u ochomar. Pero, si no aparecen unos cuantos, más letales y de mayor velocidad
de propagación que los que hemos conocido hasta el presente, la naturaleza y
nuestra amada Tierra habrán perdido su batalla. Sólo que esta historia (que
algunos protagonistas creen que será su victoria), terminará en que no quedarán
especímenes de este Homo virulentus,
para contarla.