DEFCON es un acrónimo que deriva de "Defense
Condition" y se considera una medida del
grado de alerta militar ante un ataque inminente, que implica un
acuartelamiento de primer grado de todos los cuerpos castrenses de aire, mar y
tierra y en algunos casos hasta de las reservas.
Esta escala parte de 5, valor
que significa una condición normal en tiempos de paz y luego va descendiendo
hasta 1, que representa la alerta máxima ante una evidente fisura de la
seguridad.
Puede utilizarse entonces esta nomenclatura para describir lo que le
aconteció a un amigo de Cúcuta durante una emergencia sanitaria de altísima
gravedad (algo que probablemente todos hemos vivido en algún momento) dado que
lo sorprendió en un lugar donde la disponibilidad de servicios sanitarios era
nula.
El relato, en palabras de mi amigo, es así:
Me encontraba enmimismado, viajando plácidamente en un bus (lo cual en
realidad significa que estaba tratando de distraer la mente para no reparar en
el molesto, congestionado y agobiante tráfico capitalino) cuando empecé a
sentir dentro de mis tripas un movimiento de tropas enemigas.
Por precaución y ante el ir y venir de líquidos y gases internos,
decidí pasar al estado DEFCON 4, es decir, empecé a revisar la ruta prevista,
la congestión vehicular y los puntos de escape posibles:
Había un caño que podría servirme para intentar una peligrosa aventura
donde roza, con el riesgo de ser penalizado por el código de policía y la
decencia. Opción descartada.
También había un restaurante al cual entrar, pero sólo de pensar en
arruinarle el negocio, al menos por ese día, al dueño (quien amablemente me
había servido en varias ocasiones deliciosas comidas) estaba claro que por el
efecto invernadero, una vez yo saliera del lugar nadie entraría a ese restaurante en las siguientes cuatro horas.
Descarté esta opción también.
El centro comercial fue la alternativa más razonable, aunque era
también la más lejana. Incluso calculé la velocidad del bus en términos de
cuadras por minuto y tras un breve análisis, concluí que no iba a ser posible
continuar en este medio de transporte, considerando que los movimientos del tránsito
vehicular ya eran más lentos que los del tránsito intestinal.
Decidí entonces pasar a DEFCON 3 y bajarme del bus, no solo por su muy
baja velocidad, sino también porque ya había un cúmulo de gases enturbiando el
ambiente que podrían acarrearme problemas con los otros pasajeros, porque
aunque todos sabemos que los gases se expanden rápidamente, casi siempre
termina identificándose el origen de los mismos, bien sea por la cara de
desagrado de los más cercanos a la fuente o por la del emisor, quien muestra
una mezcla extraña entre pena, alivio, sorpresa y maldad.
Una vez en la calle, di rienda suelta al torrente gaseoso ya sin
reparo ni pudor, con el ánimo de aligerar la presión interna y hacer más cómodo
mi viaje pedestre al nuevo destino: el centro comercial más cercano, que en
realidad no estaba tan cercano, pues las ocho cuadras que me separaban de él
habrían de convertirse en un verdadero viacrucis.
Una vez extinto el combustible propulsor, el cual apenas duró un par
de cuadras, esbocé una sonrisa al pensar de qué se habían salvado esas pobres
almas que dejé en el bus. También alcancé a pensar en cosas como si mis gases
harían un hoyito a la capa de ozono, si alcanzarían a contribuir a elevar el
índice de esmog[1] o si aún estarían presentes en
mi ropa, esa noche, cuando llegara a mi casa. Estos y otros pensamientos me
distraían mientras caminaba cual marchista en competencia olímpica, a la mayor
velocidad posible, pero sin correr, porque tengo la teoría, sin confirmar, de que
entre más rápido se mueva uno, menos aprieta y en ese momento, apretar era mi
verbo.
Mi sonrisa desapareció y se cambió por un gesto bucólico (ya que quise
arrojarme sobre el prado), debido al tremendo estrujón que sentí y al dolor
intenso que me hizo parar… ¡en seco! Por fortuna duró solo unos segundos, pero
fue el aviso claro de que había pasado a DEFCON 2. Continué mi marcha, mucho
más lenta ahora, gracias a mi teoría. Un sudor frío invadió mi cuerpo, mi alma
y mi mente (ya nublada por el doloroso incidente) que se concentró
exclusivamente en el objetivo, aún distante y en cuántos de estos estrujones
podría soportar mi cuerpo antes de que la presión hiciera reventar el sello de
seguridad.
No había avanzado 200 metros cuando me sobrevino un segundo ataque,
esta vez ligeramente superior en intensidad y duración. A mi afán se unió ahora
una angustia mayor, que aumentó considerablemente el flujo de sudor. A pesar
del sol radiante de esa trágica mañana, me cerré la chompa[2]
de cuero que llevaba, maldiciendo haberme encartado con algo tan pesado y
caluroso; tal acto, que pareciera a simple vista una estupidez, me permitió
aflojarme el cinturón del pantalón para aliviar la presión interior sin que el
público circulante lo notara. Un retorcijón y una cuadra más adelante me desapunté
también los botones y la cremallera del pantalón, el cual sostenía ahora
disimuladamente con una mano
metida en un bolsillo y el brazo pegado al cuerpo, mientras me impulsaba afanosamente con el
otro brazo.
Mi objetivo ya estaba a la vista. Solo un par de cuadras más. Era todo
lo que afanosamente le pedía a mis intestinos, casi suplicando. Para aumentar
mi desgracia, a una cuadra de la entrada al templo salvador se me atravesó un
antipático colega de trabajo, quien muy efusivamente me extendió una antipática
mano mientras posaba su otra antipática mano sobre mi hombro. Apenas tuve
tiempo para hacer un rápido cambio de mano, pues precisamente yo estaba sosteniendo
mi pantalón con la diestra, la cual extendí, imitando su gesto.
No entendí nada de lo que dijo este petardo arrogante, pues sus
palabras se perdían en mi mente, en medio de los atropellados pensamientos con
los que yo hurgaba en mi biblioteca de excusas buscando una que me permitiera
salir pronto y dignamente de este infortunado encuentro. Cuando al fin paró de
hablar, luego de preguntar si no tenía calor, lo cual era obvio por el
abundante sudor que corría por mi frente, le dije que iba tarde para una cita,
que yo lo llamaría después y era cierto (lo de la cita), porque evidentemente
ya iba tarde a la cita con mi resurrección y este antipático idiota me la
estaba retrasando aún más.
A estas alturas yo ya estaba en DEFCON 1. La guerra iba a comenzar de
un momento a otro, mis piernas temblaban y mi cara estaba transfigurada por el
dolor y el pánico. Esto debió notarlo el vigilante a quien le pregunté por la
ubicación de los baños, porque casi pone una sirena para abrirme paso entre la
multitud y arrastrándome de un brazo me dejó en el pasillo de entrada a los
baños. No puedo describir lo que experimenté cuando al llegar a la puerta
encontré un aviso bloqueándola y a una señora, trapeador en mano, indicándome
que usara el baño del piso superior, pues éste estaba en mantenimiento. Como en
la guerra se vale todo, la aparté con mi mano libre, mientras gritaba ¡no
llego! y entré presuroso sin esperar respuesta.
Los momentos que siguieron se convirtieron en el estado DEFECON y me
hicieron volver a creer en la humanidad: por fin entendí el significado de la
frase "descansó en la paz el señor", pues evidentemente eso era lo
que me estaba ocurriendo, de la manera más insospechada, sucia e inverosímil
mientras un ejército uniformado de caqui y la fuerza naval en pleno atravesaban las barricadas.
Pero, como decía mi abuelita, no hay felicidad completa y el drama,
que yo creía terminado, aún tenía un capítulo adicional.
Por supuesto: ¡no había papel! Ya más relajado y con la mente
despejada, empecé a evaluar las posibilidades para salir avante de esta
situación. Lo primero que hice fue buscar en los bolsillos (en todos) algún
folleto, recibo, tiquete de compra, volante promocional (a esta altura me
recriminé por no recibir los muchos que me habían ofrecido en el camino hacia
acá). ¡Pero no había nada! Lo único de papel que tenía conmigo era un par de
billetes nuevos de $20.000, que decidí no utilizar, primero porque ahora son
más pequeños, segundo porque quien sabe cuántos gérmenes podría estarme
transmitiendo con ellos y por último, porque resultaba ser un limpiador muy
costoso.
Pensé en utilizar la técnica de los hindúes, quienes gracias a su gran
sentido de armonía con la naturaleza, no usan cubiertos para comer ni aditamento alguno para limpiar: todo es a pulso;
claro, confieso que en ese momento no tenía ningún tipo de conciencia ecológica
y tampoco nada de tántrico. Solo recordé que llevaba un mes sin ir a la
manicurista y que mis dedos suelen pasear por recónditos rincones propios y
ajenos, así que deseché también esta opción para no lastimar mi propio ego ni
el de otras personas.
¿Qué me quedaba entonces? Aventurarme por el recinto buscando
encontrar algo en los cubículos vecinos, lo que obviamente me expondría a una
vergüenza pública si alguien entraba en ese momento. Y considerando la
situación de mi habitáculo actual, las probabilidades de éxito eran bastante
reducidas. Pedir auxilio a la señora que atropellé cuando entré, tampoco
resultaba viable, sobre todo por el sermón lleno de improperios que aún seguía
parloteando desde el corredor, por mi acto atrevido y desconsiderado. Tendría
que recurrir a una solución extrema: luego de quedar un poco más ligero de
ropa, salí del lugar, limpio hasta de mi conciencia, caminando en pos de mi
destino inicial.
Gracias a esta anécdota que me contó mi amigo, como medida preventiva,
yo siempre recibo cualquier volante promocional que me ofrecen en la calle.
Tomo y escondo en mis bolsillos algunas servilletas cuando voy a restaurantes y
guardo los recibos de servicios ya cancelados en los vestidos y chaquetas, de
modo que puedo asegurar que al menos sin herramientas de aseo no me van a
pillar.
Interesante relato. Estoy seguro que ahí hemos recordado la anécdota que no hemos sido capaces de contar. Por un momento pensé que era yo quien se la había relatado al autor. Momentos como esos no hacen recordar que Dios existe y que es mejor hacer caso a la mamá cuando dice: “mijo, es mejor que haga popó antes de irse”. En esos momentos entendemos a Galileo, como nunca lo habíamos hecho, cuando dice que todo movimiento es relativo al sistema de referencia desde el cual se observa y, las leyes de la física no cambian de un lugar a otro. Ese movimiento en SITP, Transmilenio, Rápido Duitama, es relativo y no cambia la realidad. Según Einstein, para aumentar la velocidad de un cuerpo hay que proporcionarle energía, lo cual se manifiesta como la masa de un cuerpo. Así es que si entendió lo que le pasó al personaje del bus, entenderá fácilmente la fórmula E= mc2. Lo único malo de la historia, es que al personaje le tocó pagar otro pasaje, pero que carajo, valió la pena.
Buenísimo... hilarante y emocionante.