Pata de conejo, trébol de cuatro hojas, no pasar bajo la escalera,
cuidarse muy bien de ir a romper un espejo, nada puede salvarle de una maldición
verdadera.
Una maldición es una maldición.
Sobre todo, si se cumple. Es por eso que, a lo largo de la historia, hemos
conocido muchas maldiciones que, oh sorpresa, se vuelven famosas justo cuando
se hacen efectivas. O después. O sea, cuando algún historiador, antropólogo,
aventurero o postfeta (es decir, alguien con la inspiración divina para predecir
lo que ya pasó), interpreta algún hecho como “el resultado de la antigua maldición de…”
Existen maldiciones de todo
tipo, como la que Jaques de Molay, el último gran maestre de la orden de los
templarios, le sentenció al rey y al papa mientras los esbirros de estos procedían
a rostizarlo en la hoguera: “Pagaréis por la sangre de los inocentes, Felipe, ¡rey
blasfemo! y tú, Clemente, ¡traidor de tu Iglesia! ¡Dios vengará nuestra muerte
y ambos estaréis muertos antes de un año!” Lo cual, efectivamente, ocurrió. El
verdugo le preguntó al papa si lo quemaban con paja o sin paja. El papa,
inclemente, le dijo: “Qué paja ni qué paja. Cocínenlo directo”. (En aquella época
se estilaba que, a los condenados a la hoguera, como acto de piedad, se les
pusiera mucha paja en la pira con el fin de que murieran por asfixia y no por
las quemaduras).
Algunas maldiciones no incluyen
una frase apocalíptica, sino que simplemente desencadenan la fuerza de hechos
espantosos. Tal es el caso de la muy conocida maldición de Tutankamon, que llevó
a una horrible muerte a varias personas relacionadas con la exploración,
excavación, perforación y profanación de su tumba, en condiciones misteriosas
como envenenamientos, suicidios, accidentes de tránsito, enfermedades
inesperadas (claro que no hay enfermedades esperadas) y cosas así.
El cuadro “El niño llorón” del pintor italiano
Giovanni Bragolín es un curioso ejemplo, pues todo aquel que lo posee termina
muerto y con su casa destruida, consumida por el fuego, aunque el cuadro permanece
intacto en medio de los escombros. Seguramente las lágrimas tan vívidas
mantienen húmedo el lienzo y no lo dejan quemar.
Los gatos, particularmente los
negros (para variar), han sido asociados a lo demoníaco y en la edad media se
acostumbraba quemarlos vivos el día de todos los santos, lo cual diezmó la
población felina al punto que las ratas pulularon y así introdujeron la peste
bubónica, que diezmó la población humana al punto de que casi quedaron solo las
ratas. Después de eso se dejó de quemar a los gatos (a los humanos se les siguió
quemando) y se empezó a querer y mimar a los gatitos, servirles su lechecita y cambiarles
su arena. ¡Qué venganza! Y no se necesitó de ninguna maldición.
La muy recordada y publicitada
historia del Titanic tiene todo un
capítulo dedicado a las maldiciones (muchas de las cuales se oyeron justo en el
momento de la colisión), que van desde la pérdida de los prismáticos con los
que el vigía pudiera haber visto a tiempo el bloque de hielo, hasta la
extraordinaria coincidencia con el hundimiento del Titán descrito en la novela Futility,
de Morgan Robertson, donde se narran con asombrosa similitud los hechos acaecidos
al Titanic, pero que fue escrita ¡14
años antes de ese naufragio!
Una de las maldiciones ocultas
más eficaz, ha sido sin duda la del diamante Hope (o diamante azul), el cual le
fue robado a la diosa Sita de un templo hindú. A la diosa no le gustó que le
sacaran la piedra, así que el sacerdote cleptómano (¿quién más podría haberla
tomado?) fue torturado y muerto como castigo por su acto. A partir de ahí, todo
aquel que la poseyó (a la gema, no a la diosa), desde 1600 hasta nuestra época,
ha sido presa de la desgracia, que incluye la muerte. Reyes, nobles,
comerciantes y famosos murieron en extrañas circunstancias o al menos, sin
tener una expectativa de muerte cercana, luego de poseer la piedra. Ahora
reposa en un museo, que de seguro debe estar al borde de la quiebra.
Hay una maldición de la cual,
aunque es muy conocida, no hay una evidencia clara de su origen y es la del número
13. Según algunos, se introdujo al mundo cristiano a partir de la última cena,
donde Jesús era el decimotercero asistente y ya sabemos cuán mal le fue. Desde
entonces, en algunos países se ha eliminado este número y bien no se utiliza o se
le reemplaza con el 12A u otros similares. Algunos hechos vinculan al trece con
otras desgracias, como que la decimotercera carta del tarot es la muerte y
suele acompañarse del día martes (ni te cases ni te embarques) o del viernes,
con todo y Jason incluido.
La maldición del balón de oro,
que no termina con muertos ni en tragedia (aunque en algunos países sí podría
llegar a suceder), dice que el jugador que gana este trofeo un año antes de un
mundial de fútbol no será campeón con su selección. Se ha cumplido al pie de la
letra hasta el presente.
Pero definitivamente, la peor
maldición de todas, la más temible y más temida, la que condena al mayor
padecimiento que podría sufrir cualquier ser humano, pues lo sume en un
espantoso verano sempiterno que lo consume lenta e inexorablemente hasta
destruirlo sin compasión es, sin lugar a dudas, la pavorosa “maldición del
brindis”. Según esta difundida leyenda, brindar con otra persona sin mirarla a
los ojos hará que quien lo haga sufra de siete años de mal polvo. Pero, si bien
solemos acatar siempre la orden de la mirada fija, larga y sostenida para
evitar el maleficio, hay muchos interrogantes que hasta ahora nadie ha sabido
responder, en relación con esta terrible sal para la vida sana.
No está claro si esos siete años
son con aquella persona con quien se está brindando o en general con cualquiera
que uno esté en polvorientos menesteres, o pretenda estarlo. Ahora, si uno está
en una reunión y a la hora del brindis se anima a mirar a los ojos a los otros
veinticinco asistentes, ¿tendrá una orgía con todos ellos? Aunque pudiera
parecer atractivo el asunto, lo cierto es que es prácticamente imposible
brindar con 25 personas y chocar sus copas sin tropezarse y perder en el
intento todo el licor con el cual se efectuaría el brindis. Eso, suponiendo que
haya alguien dispuesto a unirse a un desfile tal de brindadores y a esperar
decentemente su turno para el choque y la salvadora mirada, directo a los ojos.
Por otro lado, considerando
que llegar a la etapa del brindis requiere haber quemado dos o tres etapas
previas del proceso de emborrachamiento, es seguro que los cinco sentidos han
sufrido una merma considerable: el tacto se ha perdido y se dicen cosas políticamente
incorrectas a la persona menos indicada; el olfato está distraído y por
consiguiente es prácticamente imposible percibir que sus actos están llevándolo
a que la situación huela feo; el oído ha mermado, al punto que no le es posible
entonar una melodía, por estar muy entonado y, como usted persiste, solo logra
atormentar a todos los presentes; el gusto está tan distorsionado que le lleva
directo a la más fea del lugar o al más desagradable de los asistentes y, para
colmo, la vista se ha inclinado a tal grado que resulta imposible mirar a los
ojos a alguien, pues tan solo se llega hasta el escote. Esta conjunción de
desviaciones, por supuesto han de conducirle a un muy mal polvo y si la persona
elegida para la ocasión por sus oscurecidos sentidos, no es su pareja habitual,
con certeza de ahí en adelante sus polvos serán muy malos o desaparecerán,
incluso por un período que puede ser mayor a siete años.